En
su última novela, Tiempo Muerto, la autora oriunda de Cartagena
retrata el rostro de un matrimonio desvencijado e indiferente, cuyo
desamor pondrá en evidencia su confusión identitaria y la
fragilidad de los roles familiares que debieron ocupar.
Ph: Eloy Rodríguez Tale |
Es
viernes a la mañana en la esquina de Martín Comodoro Rivadavia y 11
de septiembre, en el barrio de Núñez. Un puñado de mesas cuadradas
se despliega a lo largo de la cuadra que rodea al restaurante Bandol.
El estentóreo rugido de los autos por la avenida se amalgama entre
las palabras con aroma a café de los allí presentes: hablan de la
reforma previsional, de las vacaciones venideras, del paro general
que nunca fue. En todo barullo hay siempre detrás una lógica
porteña. Margarita García Robayo está sentada en diagonal a la
ventana que da a la calle Vilela. Tiene puesta una remera negra y una
vincha que cubre una parte de su pelo oscuro. Pide permiso para
terminar de redactar las líneas de un trabajo en su portátil
mientras la mesera acerca unas tostadas con mermelada de frutilla a
la mesa. Hace menos de una semana volvió al país, luego de
participar de la 31 Feria Internacional del Libro de Guadalajara
(FILG), un evento que contó con la presencia de 47 países y reunió
a 700 escritores. Pero ella tiene en la cabeza la presentación del
libro de cuentos de su colega María Eugenia Ludueña que dio cita en
la tarde de ayer, donde pudo intercambiar impresiones más intimistas
sobre las lecturas que vienen marcando el actual panorama
latinoamericano, aquel en donde con seguridad figura su más reciente
novela, Tiempo Muerto. Una historia hilada por un derrotero
incesante: el de una relación diluida por el paso de los años;
sostenida por la inercia de las costumbres y el poco oxígeno que
emiten sus ocasionales pasatiempos. Atravesada, además, por la
diáspora; por los sentimientos antagónicos y excluyentes hacia una
patria que parece perderse en la memoria de dos solitarios padres,
incapaces de mirarse por un instante a la cara.
El
apego a la tierra
Durante
el verano de 1922, Martín Heidegger decidió recluirse en una
pequeña casa de madera en Todtnauberg, entre las montañas de la
Selva Negra del sur de Alemania. Fastidiado por el ritmo del mundo
académico, el pequeño espacio al que llamó Die
Hütte
(La Cabaña) le permitió al filósofo graduado en la Universidad de
Friburgo hilar los conceptos latentes de la que sería su obra magma:
Seind
und Zeit
(Ser y Tiempo). La cercanía de los aldeanos, el horizonte impoluto
de Los Alpes y el dinamismo sacro del clima llevaron a un ya maduro
Heidegger a repensar la idea de patria (Heimat),
mundanamente asociada a los procesos históricos que conforman y dan
pie a una soberanía nacional, para ligarla a un pensamiento
meditativo, lejos del desarraigo provocado por el mundo tecnológico,
cercana al origen, a lo esencial de la sencillez, al ser.
No tan lejos del escenario planteado por el filósofo alemán, la
instauración de los Estados Modernos y el impulso globalizador
generaron, a escala mundial, un cuadro de crisis profundo en la
relación entre identidad y espacio, muy propia del sentimiento de
patria. Los fervores nacionalistas, los conflictos territoriales y el
incesante flujo migratorio han ido deshaciendo la idea de “pueblo”
para conglomerar a los pares bajo fronteras simbólicas de comunidad:
residentes desnacionalizados; oriundos de ningún lugar; abroquelados
a la nostalgia y al recuerdo fragmentado de una historia que desde
hace tiempo llevan consigo a cuestas, como la sombra de lo que alguna
vez fueron, y adonde sus pasos los quieran llevar.
En
Tiempo
Muerto
(Alfaguara), Margarita García Robayo expone el carácter relativo
del ideal patriótico en un matrimonio extranjero resquebrajado,
envuelto en su propia inacción. Allí, acorralados por un
desconcierto identitario, Lucía y Pablo serán víctimas de sus
propias mezquindades y arrastrarán con ellos, en un espiral
regresivo, a sus dos pequeños hijos, espectadores de privilegio de
la violenta rutina de la indiferencia.
El
saldo del tiempo acumulado
Pablo
y Lucía en algún momento se amaron. El desgaste del vínculo, la
atención sobre sus hijos y las diferencias ideológicas fueron
ensanchando una distancia irreconciliable. Pablo y Lucía ya no se
aman, pero no pueden separarse. El tiempo corre detrás de ellos,
como una marioneta inanimada, incapaz de brindar un mínimo esbozo de
conexión entre sus cuerpos. Los ultraja, los asola, los empuja a
deseos efímeros; a repensar su lugar en el mundo. “Ella necesitaba
vivir en un lugar donde la mayoría de cosas estuvieran resueltas por
otro: una cadena de otros que, de un modo casi accidental, la
incluía. Pablo, en cambio, extrañaba el vértigo, la agonía de lo
intransitable. Las calles rotas, la brisa virulenta, los peces
muertos a la orilla del mar. La supervivencia tortuosa del individuo
sobre la especie”. Socorridos por Cindy, la empleada doméstica de
sangre latina que logra estrechar el lazo afectivo que ni la rigidez
de Lucía ni la desidia de Pablo han podido conectar con sus hijos:
Tomás y Rosa, la atmósfera en New Haven se cargará de prejuicios
de clase y destrato, que pondrán en perspectiva el abismo que
carcome al estereotipo de familia que años atrás pensaron
construir. En ese tiempo, putrefacto, como una bola de sebo, Pablo y
Lucía merodean, como sonámbulos, tanteando la tibieza de un afecto
pasajero; revisando sus raíces entre las espigas de un territorio
todavía ajeno; buscando el gesto pasajero que les permita comprender
que su camino se ha bifurcado hace tiempo.
…
Estamos
en una era en donde el sentido de familia tipo, tradicional, ha
declinado en pos de otras formas de conformación alternativas, ¿La
relación de Pablo y Lucía, y el vínculo con sus hijos, es una
expresión de ello?
Lo
que me ha interesado en casi todos mis libros fue pararme en un lugar
de supremo escepticismo sobre lo que está instalado. En este caso,
la familia es la composición natural en la que están engranadas
estas personas, pero hay un montón de cosas al interior de esa
composición que también están puestas en crisis. La familia es un
concepto anacrónico, también problemático. Creo que toda
conformación de más de dos personas que se eligen ya es
problemática; los vínculos son el caldo de cultivo para la
expresión de la condición humana que a mí me llama la atención
narrativamente, como el extremo individualismo y la incomprensión.
Casi todos los libros contemporáneos tratan la incomprensión entre
unos y otros. En lo que refiere a Lucia y Pablo, muchas veces ni
comparten siquiera un mismo campo semántico: intentan hablar de una
misma cosa y no lo logran, por ejemplo, cuando discuten sobre la
novela. Ella le termina diciendo algo que pensó sobre cualquier otra
cosa menos sobre lo que leyó. Si bien esto puede ser un extremo de
la falta de entendimiento, hay ejemplos puntuales, todos los días,
de esa incomprensión. De hecho, quería usar la familia – aunque
quedara demodé – para hablar de todos estos temas: las pequeñas
implosiones cotidianas que se dan. Ya ni siquiera es el fracaso, más
bien es el “posfracaso”. Hay toda una generación de escritores
contemporáneos que nos estamos ocupando de hablar muy
específicamente de las cosas del mundo que salieron mal. Nosotros lo
vivimos no como un fracaso sino como el resultado de un sinnúmero de
ellos: proyectos familiares, sociales, afectivos. Estamos en ese
punto, queriendo indagar sobre ello.
¿Las
nuevas corrientes literarias apuntan a poner el foco sobre ese tipo
de fracasos o fisuras?
Me
da la impresión de que sí. Es más, vengo de la Feria del Libro de
Guadalajara donde estuve en una mesa con varios escritores
contemporáneos, y leyendo en sus libros no me encontré con muchas
cosas similares: ni tópicas ni estéticas. Por eso, cuando intentan
decir que hay un nuevo movimiento, a mí se me hace difícil pensar
amalgamar las coincidencias estéticas y formales entre los libros.
Lo que sí noto es una mirada fuerte puesta sobre lo que está mal en
nosotros: en los vicios, los fallidos, y en el producto que somos de
ese fallido. En las generaciones anteriores, si nos remontamos al
“boom”, había una ambición mucho más grandilocuente: se creía
que la literatura podía explicar muchas cosas del mundo. Y la
literatura pretendía entender el mundo, tratar de mostrarnos cómo
era el futuro. Tenía también que ver con un espíritu de época:
había cierta esperanza en que existía un modelo del mundo hacia el
cual todos podíamos dirigirnos. En este momento eso no existe, hay
un gran vacío, un hueco negro. Y todos estamos mirando lo que nos
está pasando. Pero no se trata solo de los que hacen realismo o
marcan nuestro tiempo a través de la literatura, sino incluso de
quienes se imaginan universos futuristas. Hay un escritor que es muy
bueno, Martín Felipe Castagnet, cuyos dos libros son como ese
“posfallido”; lo que quedó después de haber fracasado en todo.
Hay
un diálogo central en Tiempo Muerto, donde se discute el uso del
concepto de patria en la novela de Pablo. Lucía en pos de ganar la
discusión le dice que “la patria es aquello que uno se lleva
consigo”. ¿Es una máxima que sigue por detrás de toda la novela
y sus personajes?
Lo
que me interesó en la novela fue echar un poco de duda, escepticismo
e incredulidad sobre lo instalado. Uno de los grandes temas – que
había estado orbitando en mis libros desde el principio – es la
patria. También la pertenencia y la identidad. En Tiempo Muerto está
muy en primer plano: hay una discusión constante entre ellos, donde
él es un poco más arraigado y melancólico; y ella no reconoce
pertenencias. En esa discusión, que es de por si capciosa, lo que
ella dice es que “la patria es eso que se muda contigo”. Es una
forma de simplificar el concepto; de decirle, ¡Déjate de joder!,
¡Basta! Confórmate con esto que tienes, que es suficiente. La idea
del libro es en parte eso. Sobre el final, aparecen una serie de
reflexiones de ella donde habla de la necedad de querer retener
momentos frescos para siempre. No entender que lo que uno tiene
quizás esté frente al otro. Y eso es todo, pretender más ya es
demasiado.
La
relatividad del concepto de la patria se ve en Cindy, la empleada del
matrimonio, una señora nacida en Estados Unidos pero muy conectada
con sus raíces latinas. Muy en contraste con Lucía, quien se ve muy
ajena a esa forma de ser.
Sí,
la patria siempre es algo relativo. Hay tantas patrias como cabezas.
Para mí lo esencial en ese tópico dentro del libro tiene que ver
con la construcción de la identidad y de la pertenencia que, en
realidad, es cada vez más maleable. Es difícil de singularizar. El
problema con la identidad empieza cuando se la quiere singularizar;
cuando se pretende convenir de una sola parte. Siempre se es de algún
lado, uno no puede no ser de ningún lado. Lo que no sabes nunca es
adonde perteneces, porque eso puede ir cambiando.
El
conflicto con la pertenencia es algo que habías trabajado en
profundidad en los cuentos de Cosas Peores: en “Sopa de pescado”
o “Como ser un paria”. Personajes que no se hallan, ya no en un
lugar sino en un territorio afectivo.
Desde
mi primer libro vengo interesada en tocar el tema de la pertenencia.
En mi caso particular: me fui de mi país, estuve en muchos lugares.
Es algo que claramente me atraviesa.
¿La
relación que Lucía ve entre sus hijos y Cindy pone en vilo el lugar
que ella ocupa en la maternidad?
Tanto
Cindy como Lety - la tía de Pablo - cumplen una función. Lo que
quise hacer en la novela, en parte, es el retrato de una clase muy
particular: una clase latinoamericana; un sector medio con acceso
(personas que manejan becas, que es algo muy colombiano a su vez),
que tienen la posibilidad de irse a estudiar a otro lado. Además, es
una clase a la que le resultaría incomprensible no contratar
servicios: la niñera que le cuida a los chicos; la señora que
limpia la casa. Es un elemento muy importante porque, además, cumple
con otro de los temas como es la maternidad. Ahí se ejerce una
maternidad sustituta: gente que ocupa el lugar que otro no puede por
estar confundido, no saber cómo hacerlo o por la razón que fuere.
Entonces, Cindy es quien le pone el dedo en la llaga a Lucia. Y ella
es consciente de eso, piensa que esa mujer es capaz de reconfortar a
sus hijos mejor que ella.
Hay
una temática muy presente en toda la historia que es la de la
inmigración. Se ve en la actitud discriminatoria de Tomás, en la
necesidad de Lety de disociarse de sus orígenes y en los reproches
de Lucía a Cindy. ¿Cuánto atravesó a la historia la discusión
sobre inmigración en Estados Unidos y el discurso de Donald Trump
que tuvo rebote incluso en nuestro país?
En
Tiempo
Muerto
específicamente hay una especie de sentencia no escrita, pero creo
que a nadie le gusta ser inmigrante. Nadie quiere esa condición. Es
muy antinatural. Se dice que cada vez estamos más globalizados, pero
es mentira. Cuando uno llega a un lugar no siendo de allí, y trata
de enraizarse, siempre hay obstáculos que te recuerdan todos los
días que no perteneces ahí. Esa alarma de la no pertenencia es muy
incómoda y difícil de acompañar. Por eso la tendencia de casi todo
el mundo es la de “normalizarse”. Una vez en una entrevista me
preguntaron qué era lo más difícil del haberme ido de mi país, y
yo expliqué lo que me pasaba al principio con el humor: cómo
entender los chistes de otro lugar, que es algo que se vive en el día
a día y que es sumamente difícil para quien no los tiene
incorporados. Entonces, la condición del inmigrante es muy
complicada. Y uno tiene la alternativa, como es el caso de Lucía, de
normalizarse: hacer de tu casa una más en el resto de las cuadras, o
de rebelarse y tratar de buscar un lugar propio. Además, cuando uno
deja su lugar también sucede algo increíble al poco tiempo: dejaste
de ser de allí. Cuando vuelves, estas en una especie de limbo. No
sabes bien de dónde eres.
No
terminás siendo ni de donde llegaste ni tampoco del lugar que te
fuiste.
Acá
nadie podría decirme que hablo argentino. Todo el mundo me pregunta
de dónde soy apenas me conoce. Pero en Colombia, cuando llego, se
sorprenden de que hablo como una argentina. Me dicen que no me queda
nada del colombiano, aun cuando yo me doy cuenta de que sí lo tengo.
Por eso una de las elecciones narrativas que hice en Cosas Peores fue
la de no nominar los lugares donde suceden las historias. Son cosas
que podrían suceder en cualquier ciudad latinoamericana, pero nunca
digo cuál.
Más
en la mirada norteamericana, donde parece haber una simplificación
de esa inmigración en la figura del “latino”.
Exacto,
esa es otra cuestión. Para los norteamericanos de origen europeo
todo les da igual. Esa fue un poco la intención que tuve ni bien
llegué acá, cuando trabajaba en el blog de Clarín, Sudaquia. Que
era un nombre para nominar el lugar donde viven los sudacas bajo la
mirada europea. Por eso la cuestión de la inmigración y la no
pertenencia están muy presentes en mis libros. Me interesan desde lo
personal.
Las
columnas sobre “la mujer” de Lucía en la revista donde escribe
más que abordar las luchas del feminismo terminan pareciendo
sobreactuadas, casi de queja y reproche hacia su marido. ¿Puede
leerse como una advertencia de que ciertas temáticas volcadas en el
mercado corren el riesgo de terminar siendo vaciadas y orientadas
hacia un lugar muy distinto del que pretendían mostrar las minorías?
Puede
ser. Lo bueno de terminar y publicar un libro es que las lecturas de
los otros te siguen sumando sentidos. Uno nunca sabe bien qué es lo
que quiso hacer hasta que alguien te lo marca, y tú dices “sí, es
cierto”. En cuanto a las columnas de Lucía, lo que me interesaba
era describir este tipo de personajes que tengo tan vistos y conozco
tan bien; estas personas que hacen residencias en Estados Unidos, que
se mueven por allí. Y hay un tipo de mujer en particular: que lleva
las riendas de su casa; sobre educada (si se quiere); que parece
estar en cierta forma empoderada, pero al mismo tiempo se ve muy
contenida a los distintos roles que tiene que asumir en la vida
(madre, esposa). Y hay cosas que se confunden, básicamente por el
intento de atravesar todos los momentos de su cotidianidad con el
discurso ideológico. Entonces, he visto discusiones ideologizadas
profundamente frente a la confección de una carpeta o, como en la
novela, el ejemplo de la hija llevando a casa un dibujo que hizo en
el colegio, y cómo Lucía empieza a elucubrar sobre inclinaciones e
identidad sexual a partir de eso. Y no era más que un dibujo de una
mujer con tetas. Estas situaciones las conozco, es un tipo de mujer
que existe y está muy confundida. Mi marido usa una expresión muy
buena que yo suelo repetir: “se te pegan los caramelos”. Es como
si al hablar de cualquier cosa se hiciera uso del discurso ideológico
o académico, y es muy difícil avanzar en ese atolladero. No
podríamos vivir si todo estuviera atravesado por ese discurso. Y
Lucia, a través de sus columnas, sus discusiones domésticas y el
modo en que se comporta con sus hijos, está demostrando todo el
tiempo una tremenda confusión entre lo que tiene en la cabeza y lo
que tiene desde su materia más sensible.
¿La
distancia entre Pablo y Lucía se ensancha a partir de que ellos
empiezan a sacar afuera muchas de sus concepciones reprimidas por el
bien de la familia y de las buenas costumbres a las que estaban
habituados?
Todos
venimos con algo, sean vicios o lo que fuere. Cuando me dieron a
elegir la tapa del libro en una editorial colombiana, yo aclaraba que
quería poner algo que ilustrara una escena donde todos estuviesen
puestos en una especie de prisma, un invernadero cerrado. Allí
realmente podía pasar cualquier cosa. Esa exposición de uno frente
al otro te puede convertir en un monstruo. Eso de poner una lupa
sobre la conducta ajena es lo que hacen muchos matrimonios que se
terminan destruyendo, porque todo visto de cerca parece monstruoso.
Todos. Por eso Tiempo Muerto era una manera de mostrar cómo todos
podemos ser eso si nos miramos bien de cerca. Alguien me marcó que
no había golpes ni grandes tragedias en el relato, y justamente lo
más jodido de la pareja es que podríamos ser nosotros, con muy poca
ayuda, con solo un empujoncito menor.
Mucha
de la comunicación entre el matrimonio se da vía Skype, y eso,
desde el punto de vista del narrador, muestra el grado de desolación
que tiene cada uno de ellos.
Lo
del Skype es muy curioso. Yo he tenido conversaciones con amigos
sobre esas escenas en particular. Si bien tengo hijos muy chicos aun,
hay muchos casos de hijos que se van y que cuando los tienes allí en
la pantalla es muy difícil la comunicación. Es difícil que te
digan lo que quieres escuchar; establecer un vínculo de comunicación
normal frente a una pantalla. Y termina siendo el modo más habitual
de comunicación que tenemos últimamente. Cuando viajo tengo casi
todo el tiempo encendido el teléfono por si alguien me quiere decir
algo, y así puedo saber lo que están haciendo, con quienes juegan;
soy como un observador externo de mi propia familia. No digo que sea
mejor ni peor que otra comunicación, sino que es una expresión muy
sintomática de la incomprensión. Hay una escena del libro donde
Pablo está frente a los chicos y no sabe bien qué decirles. Eso es
algo que remarco: cómo las ganas se diluyen al momento de concretar
lo expresado en un dispositivo. Si bien no está dicho en el libro,
es una historia muy contemporánea que solo podría existir en un
momento como éste; en estas formas de interacción tan distintas a
las que teníamos antes. La novela está asentada bajo un dialogo
fallido, pero más allá de eso, hay muy pocos diálogos reales. Todo
está atravesado por pantallas. Y hay algo que hacen las redes,
además, como se ve en el caso de Lucia y sus columnas, que es
hacerte ver un mundo muy parecido a lo que vos pensás. La gente que
te sigue, tus amigos del Facebook, tu entorno; todos piensan como yo.
Parece hermoso. Pero cuando sales al mundo, no es así.
Se
construye una esfera de pensamiento con el entorno donde uno se
siente cómodo.
Si,
que no es representativo en lo más mínimo. Si así fuera, por
ejemplo, el aborto sería legal, porque no tengo ni una amiga que
esté en contra de ello. Es todo muy engañoso, cruel. Te da una
imagen del mundo totalmente contraria a lo que vos pensás.
Hay
algo muy curioso que es el narrador, que aparece muy involucrado en
la trama, incluso adjetivando sobre muchos de los personajes que
aparecen, como con Cindy o el jefe de Pablo.
Es
que es un narrador en tercera persona pero que alterna puntos de
vista. En una parte es el punto de vista de Pablo y en la otra el de
Lucía. Al ser el punto de vista de cada uno de ellos todo lo que se
dice viene de la óptica del protagonista. Cuando Lucia está mirando
a Cindy y ve que se comporta de forma vulgar, es Lucia la que está
atribuyéndole ese adjetivo. Un poco lo que quería hacer con esto –
que es finalmente uno de los rasgos característicos de la novela –
es hacer sentir una especie de batalla. Mostrar al matrimonio como un
campo de enfrentamiento, de allí los puntos de vista. De esa manera,
los mismos episodios cambian mucho según la visión que se tome.
Otro de los temas que busque trabajar fue el tema del tiempo, en todo
sentido. Los capítulos remiten hacia atrás, no están situando el
presente; son como episódicos, como recuerdos que arman una
cronología. No hay una sucesión lógica, surgen al mismo momento en
que el personaje se acuerda, porque es el modo en que creo uno
recuerda las cosas. No por el orden temporal sino por el impacto que
tuvieron.
Respecto
de tu obra, se te suele mencionar dentro de la llamada literatura
latinoamericana, como si fuera una gran masa de autores asociados.
¿No termina siendo perjudicial para la propia literatura
latinoamericana esa recurrente generalización?
Sí,
creo que cualquier etiqueta es perjudicial. Al momento que ponés una
etiqueta estás simplificando. A mí me pasa con la literatura
latinoamericana, la literatura femenina, la literatura joven. Hay un
montón de etiquetas posibles atribuibles a lo que uno hace. Las
etiquetas no sirven porque no hay nada que se parezca a lo otro. Lo
que pasa en este momento, es que falta una distancia histórica para
tomar perspectiva sobre qué es lo que se está haciendo ahora.
Estamos muy in
situ
como para poder analizarnos unos a otros. Leo mucha literatura
contemporánea porque me interesa ver qué están haciendo mis pares;
además, por vivir afuera me interesa seguir lo que pasa en mi país;
en México, que es un lugar muy cercano para mí; en Chile, donde
suelo publicar. Siento que no es solo injusta la forma de aglutinar
escritores sino también falaz; no veo muchas cosas parecidas. Hay
una gran diversidad estética y formal, hay muchas formas de
escritura. Y eso es súper enriquecedor. Lo que si veo en común –
si bien me puedo equivocar porque faltan muchos años para saber lo
que pasa ahora – es una diferencia respecto del boom, donde había
un gran territorio semántico que les permitía a los autores hablar
de su país y de Latinoamérica, como en La
región más transparente
de Carlos Fuentes o Conversaciones
en la catedral
de Vargas Llosa; todas novelas muy enraizadas. En cambio, ahora, hay
una suerte de desentendimiento de la geografía bastante claro, y una
avanzada sobre el territorio de lo psicológico, de los traumas, los
vicios y todo lo que nos pasa como sociedad. Hay un regodeo sobre lo
fallido.
Hay
una frase del mexicano Jorge Volpi que dice que después de Roberto
Bolaño ya no se puede hablar de “literatura latinoamericana”.
Sí,
pero de un modo muy distinto a cómo lo habían hecho los anteriores.
Fue uno de los que rompió. A partir de Bolaño ya hay otra cosa. Yo
empecé publicando en España, y alguna vez salió una reseña que
decía que no era reconocible mi “caribe colombiano”, porque era
diferente al que todos tenemos en la cabeza proveniente de García
Márquez. Entonces, era poco verosímil que fuese verdaderamente el
caribe. Ese caribe al que ellos le daban entidad, el místico, es
otro caribe. Yo viví otra experiencia, otra época totalmente
distinta.
Alguna
vez dijiste que te considerabas una escritora artesanal, ¿a qué te
referías con ello?
Quizás
porque lo que más me gusta de escribir es la parte en que escribo.
El momento en que te sientas y empiezas a elegir frases, imágenes y
haces uso de la corrección. Tengo una buena amiga que es Mariana
Enríquez, que alguna vez dijo que un cuento es aquello que se te
ocurre un día y lo escribes. Y yo me quedé pensando, porque tardo
mucho en escribir un cuento. Pero claro, la idea sí se te ocurre en
un día, después lo que empieza a suceder es la corrección; darle
forma y forma, hasta que te queda lo esencial de lo que quieres
decir. Para mi esa es la escritura. Hay un momento en que ya tienes
algo escrito, pero eso no es nada, a partir de ahí tienes que darle
forma, moldearlo. Por eso hablaba de artesanal, porque es como si
agarraras un martillito para darle forma a una piedra toda rugosa. Y
lo que queda, finalmente, puede parecerse muy poco a la idea
original, Esa es la parte que más me gusta.
Aun
estando en la Argentina desde hace más de una década, ¿te seguís
sintiendo una escritora extranjera?
Sí,
me siento una escritora extranjera donde vaya o esté. Lo hablo con
otros autores, es muy usual que ahora uno se vaya. No es tan difícil
como antes que costaba mucho trabajo. Ahora todo el mundo se va,
permanece, vuelve. Y donde uno va termina repitiendo las
preocupaciones de su origen: ¿De dónde vengo? ¿Cuál es mi
condición? ¿Qué me hizo lo que soy? Es difícil desprenderse de
esas preocupaciones narrativas y, además, hay que incorporar las
preocupaciones del nuevo lugar. Quizás, recién ahora me está
pasando de preocuparme por lo que pasa acá. Habitualmente mi materia
prima es alrededor de un entorno muy cercano, no es una crónica ni
un calco de lo que me pasa, pero si es lo que me preocupa y estimula.
Ahora, después de tener hijos, hay un caldo interesante que me
atraviesa sobre la relación de padres e hijos y el entorno infantil.
Pero tendrá que pasar un tiempo, tendré que procesarlo. Tal vez eso
sea lo primero que pueda incorporar del lugar en donde vivo y menos
de dónde vengo.
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