miércoles, 10 de octubre de 2018

Federico Bianchini: “En el fondo la escritura tiene algo críptico”


Publicada originalmente en Artezeta


Es un viernes por la tarde y, mientras un hombre ofrece medias de colores en una bolsa del Gobierno de la Ciudad, la esquina de Mario Bravo y Corrientes se abruma de autos que se apilan en fila moviéndose a paso de tortuga. Sentado de costado a una ventana en el Café Roses, Federico Bianchini se esta sacando su campera deportiva, y deja expuesta una remera azul de Massive Attack. Desde afuera, una luz diáfana rebota contra el espejo colgado al fondo del bar, mientras en la televisíón que cuelga en lo alto hay puesto un documental sobre el reino animal de National Geographic. Apoyado sobre la mesa está su primer libro de ficción, Personajes Secundarios. Once cuentos escritos hace varios años atrás que fueron madurando en paralelo a su carrera periodística. Federico hace alusión a la foto desenfocada de la portada. Comenta que tuvo el reparo de la diseñadora y que dudó de la elección, que incluso eso lo llevó hasta el Polo Circo para ver otras opciones. Pero que la imagen, que hace referencia a uno de los cuentos, simboliza el espíritu detrás de los relatos: cómo lo en apariencia periférico puede congraciarse en un lugar vital para el desarrollo de cualquier historia porque, a fin de cuentas, todo es secundario desde cierta perspectiva.


Ph: Gisele Velázquez


En Personajes Secundarios (El Bien del Sauce) la faceta narrativa de Federico Bianchini se pone en juego alrededor de un manojo de cuentos que habitan entre lo sobrenatural, lo inesperado y el doble juego entre la captación de lo real desde el plano onírico y el conciente. Con un estilo ágil y concreto, lo descriptivo ocupa un lugar preponderante. En el pequeño universo que recrean las historias, Bianchini se deja llevar por la impronta de sus personajes: seres perdidos en el limbo de la desidia y la ruptura; animales perceptivos de rostro ordinario, camuflados en el ruido de una multitud que los ignora pero los necesita, allí donde las luces no irradian y las sombras se hacen forma. Un hombre que va al médico porque no logra volver a soñar; un niño que cree recibir mensajes de una mancha en su ojo con la forma de la virgen; un espectador que percibe el terror en la destreza de los movimientos de una equilibrista. Cada uno de los relatos pone el foco en lo súbito, donde la realidad queda desfasada, expuesta a un escenario en que lo previsible se desarma ante cada cambio de página.




¿Personajes Secundarios es como una reivindicación de esas historias que son tan relevantes para una trama pero que aún así aparecen catalogadas como paralelas?


Todo el tiempo nosotros pasamos de ser personajes secundarios a ser protagonistas, y viceversa. Si uno tiene que contar lo que pasa en un bar como éste, y ve que alguien se levanta y se va, puede parecer secundario. Pero si lo seguís y lo describís bien, por ahí hasta resulta apasionante. Me pareció bien mostrar que depende de donde uno ponga el foco de la narración, el personaje secundario puede ser el más importante de la historia. Se puede llegar a ser un personaje principal para un otro y hasta dejar de serlo. En la manera en que uno decide una forma de contar, está seleccionando cuáles son los personajes primarios y cuáles los secundarios. Pero que sean secundarios no implica que tengan una carga negativa, es solo una identificación taxonómica que le ponemos.

Hay una tensión constante entre la barrera de la vigilia y lo onírico en muchos de los cuentos. ¿Que te atraía particularmente de ese límite?

Cuando elegí los cuentos que iban a estar incluidos en este libro pensé en que no fueran sólo un rejunte, sino que hubiera ciertos ejes que los recorrieran. A veces enunciados y más explícitos, y otras veces menos. Pero que los atravesaran por dentro. Uno de ellos era el sueño. Siempre me pareció muy interesante aquello de lo que consideramos “realidad”. El hecho de cómo los sueños participan de nuestra realidad e inciden en ella directamente. Por ejemplo, cuando el cuerpo mismo no diferencia las imagenes oníricas de las reales. Si uno sueña una situación donde hay mucho calor, va a empezar a transpirar. Esas imágenes se van a procesar de ese modo. Hay una línea difusa entre la vigilia y el sueño, sobre todo porque hay momento donde uno puede – he conocido muchos personajes así – concebir sueñor lúcidos. Eso pasa cuando estás soñando pero sos conciente de que es un sueño. Se da mucho en la meditación y en otras disciplinas más complejas. Lo cierto es que quise evitar el uso del sueño como un falso engaño. Esas historias donde el personaje se despierta mostrando que nada había pasado realmente. Es un cliché, casi como una estafa. Por eso quería pararme en esa línea y tocar el borde del sueño, pero sin entrar en ese registro.


Es curioso cómo muchos de esos relatos que al final terminan siendo sueños, tiene un grado de detalle extremo, cuando generalmente el recuerdo de los sueños es muy entrecortado-

Totalmente, es muy vago. Esto es algo de lo que habla Abelardo Castillo en Los Mundos Reales. Él dice que cuando circunscribimos los mundos reales, lo hacemos a lo que nos sucede; sin embargo, lo real abarca también a los deseos, los cumplidos o los frustrados; y los sueños. Un montón de ámbitos suelen quedar fuera de los relatos. En este caso, con los sueños, buscaba un poco eso.

¿Y cuál es tu sueño más recurrente?

No suelo tener un sueño recuerrente. Quizás hay uno que puede llegar a ser un lugar común. Es el sueño de ir corriendo y, mediante el viento que sopla, empezar a planear. Creo que dejé de ternerlo después de tirarme en paracaídas y sentir lo que es esa sensación brutal. Mucho más placentera que el propio sueño. Es caer a 200 kilómetros por hora durante treinta segundos. Puro frenesí.

Si uno repasa tu obra se encuentra con una contraposición importante entre el laburo sobre lo físico, como en Cuerpos al límite, y el acento en lo perceptivo y sensorial que hacés en este libro, en relatos como “Irenita cerraba los ojos”, “En el parque, una luz” y “Una virgen en el ojo”, entre otros.

No lo había pensado, pero es cierto. Tiene que ver con que tomo al periodismo como una especie de juego, donde hago cosas o me acerco a personajes que de otra forma no haría. Y el momento de los cuentos es más reflexivo, si se quiere. La manera de trabajarlos es distinta. Los cuentos no están en la parte comercial de mi vida, más allá de que he publicado algunos, en Página/12 y en una revista uruguaya. Pero cuando hago una crónica, tengo una fecha y sé cuando la voy a terminar. Los cuentos los hago porque tengo ganas de hacerlos. Puede pasar un mes solo de correciones. Es una actitud más pensada, al menos en el sentido de la tranquilidad con la que los hacés.

Lo que es cierto es que muchos de los personajes de los relatos podrían ser tranquilamente entrevistados de tus crónicas.

Puede ser. De hecho uno de los cuentos, “El Creyente”, que es el del hombre que cae escalando, surgió de una crónica que hice. Esa persona finalmente se salvó. Yo sentía que cuando hablaba con él, el hombre no era conciente de lo que había pasado. Su relato y su forma de hablar me llevaba a pensar que la historia tendría que haber terminado de otra forma, y no como sucedió realmente. De ahí que lo llevé para ese lado. Hay mucho de eso en Personajes Secundarios. Es una cuestión de que en el fondo, lo periodístico y la ficción son dos juegos con distintas reglas. Y uno juega uno a la vez. Hay veces en que alguien te pregunta por qué en una crónica, si uno no se acuerda un detalle, no se puede inventar. Y es como preguntarle a un cocinero porqué no le pone harina a un flan. Básicamente no le pone porque sería sino un budín de pan, sería otra cosa. Con ésto es lo mismo. Uno puede escribir un cuento o una crónica. Cuando uno juega está bueno usar las reglas para potenciar lo que uno esta haciendo. En el caso de la crónica, se trata de poder aferrarse al hecho de no contar más de lo que se está viendo, y que eso no sea una limitación sino una virtud. Aprovechar eso para generar mayor potencia en el relato.

Si partimos de la base de que los cuentos fueron escritos antes de tu carrera periodística, entonces ¿es posible que la literatura haya aportado más al periodismo que éste a tu literatura?

No sé. Fue algo más en paralelo. Si bien yo no los publiqué, los fui escribiendo y aún sigo haciéndolo. La verdad es que desde siempre consumo literatura. Es cierto que leo los diarios y revistas, pero cuando tengo que leer libros la mayor parte de ellos son de ficción y no de periodismo. Creo que es un especie de retroalimentación. No lo veo muy separado. La materia prima de la que se nutren las historias es la misma. El otro día ponía el ejemplo de un carpintero que hace en algún momento una mesa y en otro unas estatuillas de madera, con el mismo material. Cuando hace la mesa se fija que esté asegurada, que se pueda uno sentar y sea cómoda. Y cuando hace las estatuillas usa otros parámetros. No obstante, las herramientas que utiliza son las mismas. Bien, cuando uno escribe ficción o hace periodismo la materia prima siguen siendo las palabras, y las herramientas retóricas que se emplean en uno u otro caso son iguales. Hay diferencias, claro, como también las hay entre la mesa y la estatuilla, pero no pasa de eso.

Hay uno de los cuentos, “Nerviosito”, que es el del hombre que tiene un retraso y actúa como un niño, donde construís desde un lugar distinto al que acostumbras habitualmente trabajar una nota periodística, que es desde esa mente tan particular.

En ese caso entra en juego algo que tiene que ver con las barreras sociales, con la corrección política y demás. En muchos casos la ficción termina siendo más verdadera que cualquier otro relato. Por ejemplo, en la novela de Ines Garland, Una vida más verdadera, hay una mujer que narra una relación que tiene con un tipo casado y con hijos, y esa narradora en un momento se pregunta si quiere que el tipo realmente se separe y esté con ella. Y no, la cuestión es que prefiere que se quede con la mujer y poder estar con él algunas veces más. Lo que digo es, ese discurso totalmente sincero y honesto es un discurso difícil de contar en una conversación de amigos de la secundaria. Tiene que ver, no con una condición, sino con la sinceridad de lo dicho, con la honestidad intelectual, que es mucho más potente en la ficción que en otro registros. Y tiene que ver con que en la ficción no hay ningún tipo de límite. No hay barreras o filtros. Cuando uno escribe una crónica hay parámetros muy férreos que te dicen: “vos te vas a mover en este lugar”. Y en ese lugar y con los elementos que hay, tenés que trabajar. Ahora, cuando escribís un cuento, esos parámetros se borran. En algún punto es beneficioso, pero a su vez terminado siendo más complejo.

Hace unos años dijiste que usabas el periodismo como una excusa para conocer gente y lugares, me pregunto ¿qué rol ocupa la literatura en vos siguiendo esa lógica?

Creo que es algo necesario. Al periodismo lo veo como algo funcional, que me permite hacer cosas. Con estos cuentos nunca tuve claro un porqué. Hay una frase que me gusta mucho de Flannery O'Connor que dice que cuando te preguntan cómo escribiste tal cuento, es como preguntarle al pez por qué nada en el agua. La verdad hay algo de la escritura que en el fondo tiene algo de misterioso, o mejor dicho tiene algo críptico. Lo veo ahora con mi hija de seis meses. Cuando ella está comiendo y se atraganta, es conciente de que se está atragantando y se empieza a ahogar. En cambio, si la distraes en ese momento, comienza a respirar normalmente. Sucede cuando uno quiere escribir de forma muy correcta. Y lo cierto es que no se puede escribir y corregir al mismo tiempo. No se avanza nunca.


Nombraste recién a Abelardo Castillo pero también le dedicaste el cuento “Una virgen en el ojo”. ¿Qué lugar ocupa él en tu formación literaria?

Abelardo fue alguien muy importante para mí. Sobre todo porque tenía una capacidad narrativa increíble. Era muy lúcido, brillante. Aparte, era interesante cómo establecía familias de narradores. Por ejemplo, partía de que te gustaba un cuento de [Juan José] Saer y, desde ahí, se preguntaba qué le gustaba al propio Saer. Entonces te mandaba a leer a Proust o a Chejov. Además, siempre entendió muy bien que la literatura no tenía nada que ver con lo extra-literario: los premios, las publicaciones, las entrevistas; un montón de cosas que están bastante cerca de uno pero con intereses muy lejanos a la escritura. Son intereses de otros. Y si bien está bueno que existan, porque escribir es un acto muy solitario – por eso rescato los talleres -, todo eso otro es realmente poco importante. Sobre todo si lo tuyo va por otro lado. Si vos querés ser como [Federico] Andahazi, por ahí te interesa eso. Tengo un amigo al que Andahazi le dijo que con El Anatomista iba a hacer mucha plata. Mi amigo le dijo que si quería hacer plata hiciera otra cosa: hay muchas otras formas más seguras de hacerla. Pero bueno, finalmente hizo la plata. El tema es ¿qué conlleva eso? Tener que hacer un lobby absoluto y terminar ocupándote de cuestiones para las que seguro hay gente mucho más preparada. Me parece que todo eso es muy poco valorable.

Me intriga saber por qué elegiste este momento para publicar los cuentos a sabiendas de que los tenías desde hace bastante escritos.

No elegí el mejor momento del país. Eso me quedó claro. Cuando hablamos junto a Bien del Sauce con la gente de la imprenta, ellos nos decían que normalmente tardaban entre veinticinco a treinta días en imprimir, pero que como iban las cosas en cinco días los libros estaban. Particularmente, me pareció que era una manera de compartirlo. Ya los tenía escritos y sólo los había compartido con ciertos amigos que también escriben. Lo que sí, la idea de la publicación no fue directa. Busqué un punto intermedio, ahí apareció el crowfunding. Y si salía bien de allí, se publicaba. Salió y lo hicimos. De todo eso, estuvo bueno el hecho de la cercanía con el lector. En mis libros anteriores la cercanía estaba mayormente con los editores y los que me hacían notas al respecto.

Dejabas toda esa burocracia en manos de las editoriales.

Sí, y estás más lejos. Tiene sus comodidades absolutas. Pero a la vez me sirve el intercambio. Alguien que te compra el libro por crowfunding posiblemente te escribe y te comenta lo que le gustó o no. Por el contrario, cuando entrás a una librería y llevas un libro, a menos que conozcas al autor, no pensás en esa comunicación. Con ésto la hay, y muy directa.


¿Lo cuentos de Personajes Secundarios tienen su realidad propia o son una interpretación de un recorte de ella?


Cuando uno escribe lo que está haciendo es pensar con palabras. Al hablar uno deglute lo que pensó. Además de pensar lo que vas a decir, tenés que pensar cómo lo vas a decir. Y cuando uno escribe, hay un reposo mucho más demorado, que lo que hace es llevarte a otro plano, más detenido. De esa forma, uno puede procesar, de otro modo, todo lo que habla, dice y piensa. En este sentido, si cuando escribís ficción no hay ningún tipo de parámetro, al establecer dónde te vas a mover – un cuento policial, de ciencia ficción o con las características que sean – estás proponiendo una forma de ver la realidad. Una manera de decir “este es el sector de la realidad que me interesa, me intriga o me interesaria resolver”. Por lo tanto, sí, hay un recorte, y que muchas veces puede coincidir con otros recortes que uno mismo hace porque, a fin de cuentas, somos la misma persona.

Hace unos días te leí comentar que tu libro Antártida recibió una mención y va a ser declarado de interés cultural.

Sí, la sacaron en Diputados. No sé bien qué implica lo de “interés cultural”. Supongo que me darán un diploma.

¿Y a vos qué te quedó de toda esa experiencia más allá de ese reconocimiento?

Ayer lo hablaba con unos amigos. Partiendo de esta idea de que el periodismo es una excusa, yo no pretendía escribir un libro sobre la Antártida. Quería conocerla y eso hice. Después vino el libro, y la pasé muy bien haciéndolo. Gané una beca, me fui a España y Rusia. Conocí a gente increíble, como a Jackie Rae que fue la esposa de Michael Jacobs. Pero la verdad es que en lo que más pienso es en los paisajes. Esa sensación de estar en un lugar y caminar siete kilómetros con la nieve por las rodillas. De ida y de vuelta. Y al hacerlo sentir que me empezaba a doler la cabeza y que no podía seguir. Y cada vez que me pasaba eso, miraba todo y decía: “en qué otro momento voy a volver a estar acá”. Entonces, el dolor pasaba a un tercer plano, y seguía. Eso fue fascinante. Es un lugar donde todo el tiempo tratás de dilucidar si la fascinación que sentís tiene que ver con el lugar, con la carga que se le pone o con qué. Nunca me había pasado en otro lado.

Recuerdo que decías que en la Antártida el tiempo parecía no pasar, ¿a qué te referías con eso?

Había algo que tenía que ver con lo pautado que estaba todo. Los días allá son casi unos iguales a otros. Se come exactamente a la misma hora, se hacen las mismas tareas. La diferencia está en el clima: o es bueno o es muy malo. Pero todo se repite. Y sobre todo cuando uno no tiene planeado vivir ahí. Si vas un tiempo, podés hacer una proyección. Pero nosotros estábamos en una especie de incertidumbre de no saber cuándo nos íbamos. A veces nos dormíamos con el bolso hecho y al día siguiente no se podia salir. Esa frustración de sentir que iba a pasar algo pero no pasaba te hacía sentir como alguien que sólo esperaba. Es una posición muy pasiva y en el fondo desagradable, porque no podés hacer nada para que deje de pasar.


Comentaste alguna vez que cada vez que hacés un perfil, le preguntás al personaje qué es lo último que pasa por su cabeza antes de dormirse. ¿Por la tuya qué pasa?

Hay una historia detrás de eso. Estaba en sexto grado y recuerdo que fui a dormir a lo de un compañero. Bueno, cuando se apagó la luz él me preguntó eso, es decir, quería saber qué pensaba antes de cerrar los ojos. Lo primero que pensé fue ¿porqué le importa esto? Y a la vez, me di cuenta de que nunca lo había pensado y el hecho de pensar en eso y decirsélo me ubicaba en un terreno muy íntimo. No porque fuera importante, sino por ser un lugar al que no sé si quería entrar, y que de hecho no tenía ni idea. Le dije que no sabía. Pero me gustó tomar eso para hacer sentirle al otro, cuando estás haciendo un perfil, que querés conocer todo de él. Incluso cosas que al otro le pueden parecen insignificantes, absurdas o intrascendentes. Porque tienen que ver no sólo con la persona sino con la estructura narrativa y la construcción que uno hace cuando escribe. Me acuerdo una nota que hice con “Pico” Mónaco. Él estaba dieciséis del mundo, ya era la segunda vez que llegaba ahí. Y por segunda vez se había lesionado. Entonces, estábamos charlando y en un momento él se golpea y le empieza a salir sangre. Entonces, en la estrucutura de la crónica quedó como que en ese momento – aunque yo no lo dijese directamente – otra vez se hubiera lesionado. El hecho es que, lo que uno construye, la estructura, está en la cabeza de uno. Agarrás el material que te da el otro y construís algo. En ese sentido, cuando buscás el material buscás que sea lo más vasto posible; que el otro cuente cosas que en lo cotidiano no contaría, que vaya a un grado máximo de detalle. Yo, particularmente, cuando me voy a dormir leo. Me suelo dormir y tengo que pensar en dónde me había quedado para guardar la página. Sirve cuando es alguien que se va a dormir y no está muy cansado. De cualquier modo, no sé si alguna vez esa pregunta dio una respuesta que me sirviera, pero sí fue una forma de acercamiento al otro. En el fondo, las entrevistas no tienen que ver con las preguntas que uno hace sino con la confianza que se establece con el otro. Si vos respondés solo lo que el otro te pregunta, podés moverte de manera muy cómoda, porque hay maneras muy escapistas de responder.

¿Y cuál es el material del que te nutriste para armar los cuentos de Personajes Secundarios?

Tiene que ver con experiencias, y con experiencias en el sentido vital de la palabra. Conciente o inconcientemente uno construye a partir de lo que vivió. No en un sentido biográfico. Por ejemplo, estás hablando con alguien y te cuenta una historia que parece terrible, y eso te marca. Digo, tiendo a pensar que nosotros somos animales narradores: todo el tiempo estamos contando, hablando. Y cuando vos le contás una historia a un bebé y le ponés una cara de intriga, el bebé no va a tener más opción que entender cuando una narración se acelera o se detiene. A mí me ha pasado de ponerme a escribir algo y no saber porqué lo hago, y creer que lo estoy inventando. Despues, muchos años en el tiempo, reconocer que en eso que hay una influencia que determinó la cuestión. Ya sea una imagen mínima o un párrafo entero. Tal vez estoy escribiendo un cuento y pienso una reacción, y después alguien me dice: “esto que narrás te lo conté yo”. Y se arma algo medio incómodo. Otras veces no. Me digo: “espero que tal persona no lo lea”. De hecho, en el cuento de “El Creyente”, la persona en la que me basé me escribió. Me pidió perdón de no haber ido a la presentación. Y la verdad es que decirle que escribí que él se moría sería un poco fuerte. De última le diré que no tiene nada que ver con él, que me lo contó un amigo.





Andrés Neuman: “pienso la escritura como creación de fronteras alternativas”


Publicada originalmente en Revista Kunst


El escritor argentino radicado en España plantea en Fractura, su retorno a la novela tras Hablar Solos, los dilemas geopolíticos alrededor de la energía y de las consecuencias que su mal uso ha conllevado en el mundo. Su protagonista, Yoshie Watanabe, es un sobreviviente de Nagasaki que deberá aprender a lidiar con su pasado mientras rebusca en el cruce de culturas un punto de encuentro de la condición humana.


Ph: Eloy Rodríguez Tale




Martes al mediodía. La lluvia cae incesante desde las primeras horas de la mañana. En la esquina de Honduras y Fitz Roy algunos transeúntes se refugian ensimismados bajo la lona de una confitería. Fuman: para conservar el calor de sus cuerpos, para dejar de pensar, a regañadientes. A pocos metros, Andrés Neuman atraviesa la puerta de Eterna Cadencia. Lleva una campera marrón y una barba prolija. Saluda a los empleados del lugar con aparente confianza. Se lo ve sereno, habituado; menciona que viene de realizar una nota, una más de las tantas que tiene desde ayer. El bar está repleto, las voces rebotan unas contra otras. En la parte trasera, Pablo Braun esta sentado a punto de almorzar. Se para, saluda, señala un cuarto subiendo las escaleras, al lado de la terraza, un lugar propicio para hablar. Finalmente ocupamos la sala de clases. Una pizarra en blanco, un café humeante y su última novela, Fractura, con los bordes visiblemente humedecidos. A pocos días de la presentación en la 44.° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, Neuman parece entusiasmado por dar cuenta de las cicatrices, las rupturas marcadas tras el paso del tiempo en las raíces de la sociedad: que empujan a una resignificación del pasado, permeable, de cara al mundo, de igual forma que el kintsugi japonés hace gala de sus quiebres, de la historia detrás de las cosas. “No son un acto de nostalgia, son un acto de fusión del pasado, presente y futuro”, dice.

Los fantásmas están aquí

Era un día despejado cuando Tsutomu Yamaguchi volvió a mirar su reloj de mano. Corrían las 8:15 de la mañana en la estación de trenes de Hiroshima. En pocos minutos el expreso partiría rumbo a Nagasaki, su ciudad natal. Habían pasado casi tres meses desde que iniciara su residencia en una de las sedes de Mitsubishi. Yamaguchi siempre había querido ser ingeniero, le encantaba planificar y llevar a cabo proyectos que pudieran mejorar el rendimiento de las máquinas. Desde hacía tiempo venía trabajando en la construcción de tanques de aceite. Estaba entusiasmado. Había sido padre de un varón al que llamó Katsutoshi hacía menos de seis meses. Era el 6 de agosto de 1945 cuando Yamaguchi volvió apurado a su residencia temporal en busca de una documentación olvidada. Allí escuchó el ruido de un avión: fugaz, tétrico. A lo lejos, vio cómo dos bultos caían cual paracaídas, como una ofrenda caritativa hacia unos pobladores que miraban absortos, entregados. Una luz blanca cubrió la vista de Yamaguchi. De repente el mundo se detuvo. Su cuerpo voló de un empellón ardiente, como si hubiera sido calcinado en cuestión de segundos. Todo estaba oscuro, solo un silbido perpetuo en los oídos corroidos con sangre. Yamaguchi se arrastró, deambuló sin saber hacía dónde ir. Todo era un montón de ruina. Se pensó muerto hasta que sintió su respiración entrecortada, hasta que tocó con sus manos su rostro quemado. Cuando Yamaguchi logró volver a su hogar, todo pareció ser un mal sueño. Las heridas sanaban y el aire volvía a parecer respirable. Pero tres días después, la luz blanca apareció nuevamente, cual magma: colándose por la ventana, como un destino perpetuo, tirano, dispuesto a perseguir a esa existencia desfasada que elegía, una vez más, pender del hilo de una humanidad en jaque, cada día más degradada.

Dice el psiquiatra norteamericano Robert Jay Lifton que los hibakusha – los sobrevivientes de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki - arrastran toda su vida con el sentido de culpa del superviviente. Su destino, tarde o temprano, los hará enfrentarse con la mirada ajena, la incertidumbre de su existencia inaudita, y con un miedo que correrá por su cuerpo hasta el último respiro de sus vidas.

En su última novela, Fractura (Alfaguara), Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) da cuenta de las cicatrices expuestas en las distintas sociedades para elaborar, en un texto opulento y divergente, la radiografía de los efectos de la tragedia alrededor de Yoshie Watanabe, un particular sobreviviente de uno de los ataques atómicos en Japón: acorralado por fantasmas de un pasado extinto, pero dispuesto a que el cruce de territorios y culturas le permita reconstruir los fragmentos de una memoria inhibida, en potencia, que aguarda poder resignificar un presente inquieto y huidizo.




¿Por qué elegiste contar la historia de Fractura a través de dos tragedias tan paradigmáticas como fueron las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, y el accidente nuclear de Fukushima?

No se si son dos o es la repetición de lo mismo. Quizás en esa duda se juega la respuesta. Me interesaba cierto sentido de la repetición histórica, de la capacidad de reincidencia: por un lado de la especie en general, y por otro de ciertas sociedades en particular como la japonesa, la argentina o la española. Tanto si hablamos de tropezar con la misma piedra así como de resilencia, supervivencia o como se quiera llamar; la pulsión autodestructiva y la capacidad reconstructiva me fascinaba. Entonces, lo tomé como un punto de partida para reflexionar sobre eso: cómo hacen los países para repetir lo peor suyo y para no extinguirse.


En el texto hacés alusión a las cicatrices que deja la actividad humana, en particular cuando decís “los residuos de las pruebas atómicas son una marca imborrable en todo el planeta”.

Sí, es el antropoceno. Creo que en una novela las ideas argumentales están sobrevaloradas, no porque el argumento no importe sino debido a que no siempre es el elemento disparador. Uno a veces se guía mediante voces, metáforas o algún tipo de asociación que termina proponiendo una historia. Entonces, la muy primera idea tuvo que ver con la impresión que me generó que el terremoto de 2011 en el noreste de Japón haya desviado más de 10 centímetros el eje del planeta. Y ver que en un sentido físico el mundo se había conmovido, estremecido, frente a algo que tenía su epicentro en un lugar tan lejano (y aparentemente no los afectaba) me pareció que proponía una idea de la especie o que nos hablaba de la inevitabilidad; de que cualquier hecho puede afectar directa o indirectamente a todos los demás rincones de ese mundo que tenemos tan geopoliticamente dividido. Me acordé cómo Chernóbil estaba en lo que hoy llamamos territorio ucraniano y cómo el territorio más afectado es lo que hoy llamamos Bielorrusia, que, sarcásticamente, no tenía ninguna central nuclear; y que eso no le impidió ser, hasta el dia de hoy, semidevastado. Hay fuerzas que nos definen como condición humana que desdeñan o trascienden la cultura geográfica de las cosas. Tres de esas fuerzas sin patria posible son la energía, la economía y el amor. Esas tres fuerzas van dibujando triángulos a lo largo de la novela, como que cada espacio del texto - que sucede en cinco países - propone un triángulo distinto entre estos tres vectores que parece que nos definen y que refutan esta subdivisión de lo que debería ser administrado y concebido comunalmente, puesto que tiene una permanente repercusión colectiva.

Hay mucha necesidad de aproximar Fractura con El viajero del siglo, pero si uno hace un análisis parece encontrar más contracaras que semejanzas. Por ejemplo, en “El viajero” el protagonista parece estar atrapado en una circunstancia, y en Fractura hay una constante necesidad de movimiento y abandono de las vidas que el protagonista construye, ¿no te parece?

Me gusta la idea de la contracara. Plantea esta idea de la asociación, pero no necesariamente una similitud. Hay algunos vínculos entre las novelas más allá de la extensión que se podrían pensar que son – lo digo con prudencia porque no creo en la crítica literaria sobre la propia obra – puntos en común. El más fuerte de ellos tiene que ver con la traducción: la historia de amor entre dos traductores donde el permanente trato con la lengua extranjera genera algún tipo de conocimiento más allá de lo lingüístico, y donde las historias de amor están muy implicadas con el error de traducción o el lost in traslation, casi como afrodisíaco o como veneno. Eso está todo el tiempo en Fractura. Son los mismos fantásmas: la extranjería, el sentimiento de la identidad desplazada, la propia noción de viaje. El viajero del siglo narra la historia de un viajero empedernido que se queda temporalmente quieto, y eso genera una tensión respecto a la idea del viaje: se queda “buñuelésticamente” atrapado como en El ángel exterminador, pero hay un flujo de dinamismo que se sabe está pronto a reanudarse. Mientras que en Fractura el foco se pone en ese dinamismo. También hay una noción de tratar de abarcar un siglo a partir de ciertas historias íntimas: en “El viajero” sobre el siglo XIX y en Fractura respecto del XX y principios del XXI.

Es más, en “El viajero” se aborda la temporalidad desde un presente contínuo, que se pone en juego alrededor de los personajes; en Fractura decidís desarrollar el presente mediante la visión del pasado, a través de la reconstrucción de la memoria.

Eso en “El viajero” pasa más indirectamente a medida que el presente de los personajes es el pasado de los lectores. Los personajes creen debatir sobre el siglo XIX, pero todo es, por supuesto, una maniobra permanente para aludir por reflejo a nuestro tiempo. Por eso, de forma oculta, eso sucede en “El viajero” pero en Fractura es un fenómeno desde el inicio. Quizás hay algunas diferencias que tienen que ver con que en “El viajero” se dialoga pero también se discute con la tradición del siglo XIX, entonces, se toma como referente tanto a la poesía romántica como a los diferentes géneros de la novela clásica, no solo a la realista sino también la fantástica o la detectivesca; y en Fractura, el género con que se discute es el periodismo. El referente es totalmente contemporáneo al propio libro, por eso dos de los personajes de la novela son periodistas. Aún así, no me gusta sentir que un proyecto se repite. Me parece que cuando uno trata desesperadamente de hacer algo nuevo – nuevo para uno – y a pesar de eso se deja el rastro de determinadas obsesiones y recurrencias, lo que queda de repetición involuntaria, eso es el estilo. Lo demás, los parecidos deliberados, tienen más que ver con la comodidad de la marca. No me parece que el estilo tenga que ver con una certeza de cómo escribimos. Allí hay quizás un malentendido estético. Creo en el verso de Rubén Darío que dice: “Yo percibo una forma que no encuentra mi estilo”. El estilo es la búsqueda, la del propio estilo. El hallazgo de un posible estilo es el comienzo del final del mismo. El estilo tiene que ver con la experimentación, con una especie de forzamiento de los límites de tu propia capacidad expresiva, y tanto en los aciertos como en los fracasos de esa búsqueda se configura un posible lenguaje. Cuando a esa búsqueda la convertís en un punto de partida y en certidumbre, y ya sabés cómo vas a escribir el siguiente libro, lo que sucede no es el estilo sino el recuerdo de una fórmula.

Más allá de que la historia del protagonista sea contada por las mujeres que tuvieron un vínculo sentimental con él, me interesa saber cómo hiciste para traladarte a la estructura conceptual y cultural de cada una de ellas, a sabiendas de que una es francesa, la otra norteamericana, una tercera es argentina y la última española.

Para mí fue fascinante porque en el fondo cada una de esas voces requirió una preparación casi de novela aparte. Todas esas voces están al servicio de una misma novela – eso está claro – pero el tener que armarlas, en cierto modo, me obligó a trabajar en términos de pequeñas novelas autónomas que habitan una más grande. Primero está la relación extraña que tengo con lo que en algún momento llamé “mi lengua materna”. Supongo que hasta algún momento de mi infancia no dudé del castellano que hablaba (como debería de ser lo normal), pero el exilio familiar a otro país de habla hispana muy diferente: en entonación, en sintáxis, en fonética, en léxico; hizo que yo tuviera que empezar la escuela de nuevo. Me empecé a relacionar con mi lengua materna con extrañeza y con desconfianza. Entonces, desde ese momento, el del exilio familiar, y encima en Andalucía - un lugar que no tenía como referente, un español desconocido para mí, al que hoy le tengo cariño pero en ese momento me parecía alienígena - yo siento que pierdo el vínculo automático con la lengua: tener que pensar todos los días cómo digo cada cosa y qué palabra empleo para sobrevivir en la escuela y no convertir el día a día en un infierno. Además, era una época que en Granada no había inmigración; en toda la escuela solo éramos dos extranjeros. Y estás en una edad donde sos inmensamente permeable, en la que absorbés todo. Eso hizo que la lengua se me bifurcara para siempre. Desde ese momento, siempre tiendo a escuchar en mi cabeza varias maneras idiosincráticas de decir lo mismo o concebir una voz. En este caso, me generó un enorme placer ir construyendo, no dos, sino cinco castellanos. Uno es el castellano desterritorializado, indetectable del omnisciente, que no tiene entonacion nacional porque trata de ser invisible.

¿La voz neutra que narra el derrotero de Watanabe?

Sí, el que no tiene aparente localización. Y hacer eso es más difícil de lo que parece porque todo el tiempo uno se delata desde dónde está hablando. Borrar eso cuesta casi más trabajo que una voz folklórica. Después, están las cuatro mujeres que narran, que no solo tienen los dos castellanos que están en mi familia: el de Argentina y el de España, más concretamente el porteño de los años ochenta con el que empecé a hablar y recuerdo de mi infancia, y el castiso de los años noventa de mi adolescencia en España. Asimismo, otros dos castellano raros y poeticamente interesantes de trabajar que son esas voces traducidas al español de otra lengua que está ausente en el texto. Yo quería que la voz de Violet sonara como traducida y quizás deliberadamente mal traducida del francés, que dejara traslucir, mediante determinados galicismos y giros, la lengua original sumergida, como esas emisiones televisivas en que al testimonio en una lengua se le superpone el doblaje y el oyente está todo el tiempo tratando, en las grietas del discurso, de escuchar la lengua original y no la traducción. Buscaba que esas peculiaridades pudieran hacer notar la lengua que estás leyendo y la lengua invisible que habla el personaje; la prosa como traducción simultánea, por eso, de algún modo, Mariela (la argentina) reflexiona sobre la diferencia entre la traducción consecutiva y la simultánea: ¿No es todo acto de habla de algún modo una traducción simultánea? Y con Lorrie (la periodista norteamericana) busco acercanos a esa lengua que leemos muchas veces, para nuestro disgusto, de libros traducidos del inglés con abuso de frases hechas. Me interesaba eso para preparar el gozo de las dos mujeres que iban a hablar de modo más regional. Y eso con cada uno de los personajes. Por un lado fue muy difícil, pero por otro me devolvió al punto inicial donde no sabía muy bien qué era hablar español o no sabía desde dónde se produce una lengua materna.

Por último, en cuanto a la construcción del personaje: es uno de los grandes lujos narrativos de la novela larga, te permite desarrollar una personalidad y generar también contradicciones. Lo que pasa en la narrativa breve – que he hecho mucho, y me encanta – es que es casi inevitable trabajar desde el arquetipo, mientras que en una novela larga podés hacer algo muy emocionante que es ver envejecer a los personajes: pasa el tiempo a través del que lee. Uno puede leer la novela en un mes donde a lo mejor te divorciás, perdés a tu madre, te mudás, perdés tu trabajo, se devalúa el peso; pasan cosas que te modifican como lector. Pero, también, el tiempo pasa mucho por el autor, a quien un accidente vital se le puede colar por la escritura y modificar su plan. Y, finalmente, pasa por el propio personaje. En este caso, había algo que me emocionaba mucho: la tensión entre la juventud y la vejez dentro de los propios personajes, que son personajes viejos recordando su juventud; ese enorme abismo temporal entre el que habla y el que recuerda me parecía que le agregaba algo a la estructura afectiva de ellos.

En algunas notas comentaste algo respecto de Tsutomu Yamaguchi, el sobreviviente a las dos bombas atómicas en Japón. Él repite algo muy sorprendente: que sintió toda su vida que la tragedia lo perseguía. ¿Pensaste en algo parecido cuando elaboraste el personaje de Yoshie Watanabe?

Creo que sí. Es la idea de la repetición. Watanabe termina trabajando, irónicamente, para la tecnología audiovisual de una compañía que propicia la repetición de imágenes. Es decir, la gran tragedia irónica en la vida de Watanabe es que él termina viviendo de una multinacional que permite que nosotros veamos tragedias como la suya y cambiemos de canal, adelantemos o apretemos stop. Él de algún modo participa y es cómplice de esta reproductibilidad del dolor. Él lo sabe y le molesta, le incomoda tanto como saber que su padre trabajó en una empresa que participaba de la creación de armamentos. Me interesaba mostrar cuál era la participación cívica en los contextos militares (algo muy latente en Argentina); qué pasó en la introspección histórica que hizo que cuando yo era chico se hablara de dictadura militar y ahora se hable de dictadura cívico militar; qué pasó entre un término y otro. Entonces, Yamaguchi decía, efectivamente, que la tragedia lo perseguía. Y yo lo tomé como un punto de partida de Watanabe que, por otro lado, le afana el apellido a mi poeta latinoamericano favorito. Me impresionó mucho escuchar a Yamaguchi contar su experiencia, primero porque me parece un personaje fisicamente fantástico; lo más cerca que puede estar un ser humano de la inmortalidad es haber sobrevivido a dos bombas atómicas y llegar a los cien años. No hay experiencia más cercana que esa. Al mismo tiempo, es una inmortalidad tan impregnada de lo mortal que hasta esa inmortalidad es tremendamente humana. La gente que debió morir y siguió viviendo, desarrolla una especie de vida póstuma que los pone en un lugar fantasmagórico. Y eso le pasa a Watanabe. Él se busca un trabajo que le permite salir huyendo cada cierto tiempo para tratar de resetearse y empezar de nuevo: aprender una nueva lengua, construir una nueva relación amorosa, cambiar drásticamente de contexto cultural. Al cabo de un tiempo de vivir en cada país, él siente que el fantasma vuelve, que hay algo que lo aboca a repensar su pasado. Watanabe trata de ser un fugitivo de eso que le pasaba a Yamaguchi.

Da la impresión de que en Fractura hay una reconstrución del pasado a través de la interpretación de un otro, con el paso del tiempo incluído, que hace posible una lectura reflexiva de la historia. Algo que dista bastante de lo que pasaba con el personaje de Bariloche, que revivía el pasado mediante reminiscencias que le permitían menguar su presente.

Claro. Lo que podrían tener en común Bariloche y Fractura es la idea de la memoria como un rompecabezas que nunca se completa. La sensación de que el fragmento se impone al conjunto. Tratamos de pensar la vida como un relato coherente o el rompecabezas como una unidad, y en algún momento eso fracasa, y de repente la biografía queda impegnada, para siempre, de lo fragmentario, y eso es lo que tenemos. Hay momentos de dolor, de felicidad; tramos intensos de nuestra infancia. Y ese relato esta lleno de huecos que no se pueden llenar. Esos huecos son precisamente el misterio. Además, me resulta muy importante lo intergeneracional: que lo joven y lo viejo están separados por un abismo cultural. Toda la lógica del consumo, los discursos visuales; insisten en generar una brecha espantosa entre lo que es joven y lo que dejó de serlo. Y eso me parece una forma de opresión particularmente grave, relacionda con este concepto de la “obsolecencia programada”, que es terriblemente autodestructiva porque se refiere a los objetos y a las personas: el trabajador es tan desechable como el producto que manufactura, pero también el propio joven que protagoniza ese momento de supuesta plenitud, que es mentirosa o un espejismo, es fungible: el proximo joven será sustituido por otro más joven, entonces, es una trampa para el primero. Yo lo se muy bien porque me hicieron ejercer de escritor joven y estaba desesperado por salir. Empecé a publicar a los veinte años y me comí media vida de escuchar ese discurso entre el paternalismo y la pseudo celebración de la juventud. Por eso, es muy importante plantear el imaginario narrando historias protagonizadas por viejos: aventuras, historias sexuales; porque la mayor parte de la población esta vieja y hay una incapacidad cultural que esa sociedad envejecida tiene para imaginarse a su verdadera edad. Entonces, se proyecta en juventudes fungibles, muy “photoshopeadas”. En el kintsugi encontré una respuesta asombrosa y profunda al photoshop: la idea de reparar objetos marcando el lugar donde se rompieron, para siempre, con polvo de oro; en vez de disimular, se realza. Es un objeto que nunca va a olvidar que se rompió.


Lo del kintsugi parece ilustrar el paso del tiempo de Watanabe en la novela, desde su actitud evasiva hacia su propia tragedia hasta esa conversión final que le permite afrontar su pasado, y exponerlo, desde una veta militante.

Exacto. Me parecía que en esta pequeña y silenciosa artesanía del kintsugi había como una posible refutación ideológica muy fuerte del photoshop, como apuntación estética pero también como borrado de la memoria y de la obsolecencia programada: la incapacidad de admitir las edades de las cosas. Además, me parece que el kintsugi es mucho más interesante que la ruina. En occidente tenemos el fetiche de la ruina como única vía para valorar lo roto, pero la ruina es decadente, es solo pasado; un recuerdo que irradia memoria pero que carece de presente. En cambio el kintsugi es más profundo, este ejercicio de memoria indeleble sirve para recuperar el presente y el futuro: las tazas vuelven a albergar líquido, los cuencos vuelven a llenarse de arróz. Como sociedad estamos muy desconectados de esta temporalidad - por razones varias que no hace falta enumerar - pero ese polvo de oro que reune las temporalidades, en la novela trata de aplicarse a las rupturas amorosas, a las fracturas sociales y politicas; el kintsugi como modo de vida, no solo como fenómeno artesanal. Y eso es lo interesante de narrar una vida entera. Watanabe va cambiando de opinión y estrategia acerca de su propia cicatriz. No somos los mismos dependiendo de con quién estamos, dónde estamos y qué edad tenemos, y vamos releyendo nuestro conflicto permanentemente.

Hay una idea muy interesante en el relato de Mariela, la argentina, cuando dice que Watanabe es alguien que está obsesionado por unir fronteras: ciudades, idiomas, recuerdos. Me recuerda a la visión de Marc Augé de la frontera como una invitación más que como un obstáculo, y de la necesidad de un mundo donde las fronteras sean todas transitables y reconocibles. ¿Es un poco la búsqueda del protagonista?

La frontera me interesa mucho como lugar de combate literario. Para empezar, la frontera es donde se traduce. El traductor es un escritor de frontera, y hace algo más interesante que cruzarla, que es habitarla, quedarse ahí. La frontera hoy en día – preguntémosle a [Donald] Trump – o bien se militariza para que no se pueda cruzar o se trata de cruzar lo más rápido posible. Me pregunto si no hay un tercer modo de pensar la frontera, que es como posible patria. ¿Por qué hay que cruzar la frontera? ¿No puede ser la frontera un lugar en sí? También la cicatriz es una frontera, ya no espacial sino temporal: la frontera entre la persona que fuiste y la persona que sos, cuando pasó eso. Y, de nuevo, lo más importante es la cicatriz, que es esa frontera. Supongo que por razones familiares o geográficas me siento lleno de fronteras, pero también hay en toda la novela un intento de pensar si existe una frontera entre oriente y occidente, si se puede definir. Lo más lejano que tenemos no es otro país sino otra cultura. Entre oriente y occidente hay, aparentemente, un abismo insalvable, una imposibilidad por traducirnos. A mí me interesaba poder acercar personajes orientales y occidentales para tratar de construir esa frontera que en realidad no está, una frontera que no existe. Entonces, pienso la escritura como creación de fronteras alternativas que no estaban ahí antes de pensarlas. Por ejemplo, en Hablar solos el camión en que iban el hijo y el padre a veces parecía ir por Andalucia, otras por la patagonia y otras por la frontera entre México y Estados Unidos; pero los personajes en ningún momento parecen asombrarse, no es que ellos están asistiendo a un fenómeno fantástico, son esas carreteras por las que ellos manejan siempre. Y esas fronteras que no existen, de lugares a priori muy alejados, son las que a mi me gustaría que hubiera para juntar los pedazos de mi familia.

En Fractura hablás del “miedo global” alrededor del problema medioambiental, acaecido por el episodio de Fukushima, sin embargo, parece haber dos tomas de posición al respecto. Por un lado las decisiones que lo gobiernos asumen para resguardar los intereses del mercado; y por otro el activismo de ciertas minorias para preservar el planeta y la salud de los ciudadanos. ¿Cómo se lidia con esas dos vertientes tan disímiles sobre una misma problemática?

Hay un trampa política muy notable: cuando el pensamiento ecológico trata de conceptualizar al planeta como una sola cosa, el capital le responde parodiándolo, a pesar de que el capital se sostiene precisamente con la misma idea. Eso me deja alucinado. Cuando desde la ecología se dice “lo que hacen en ese campo nos va a llegar a nosotros” o “están perjudicando nuestras aguas”, enseguida viene la parodia de ese pensamiento, pero los que la hacen son los que dependen de negocios absolutamente globales. Entonces, el planeta es uno o no lo es. Ahí el ecologismo no hace más que recordarle las obligaciones a un sistema que sólo quiere ver las ventajas del concepto global de la actividad humana. Por otro lado, el antropoceno tiene que ver con la marca que la actividad humana deja para siempre en los estratos del planeta. Si es que la historia cambió en el siglo XX, la historia esta cambiando siempre; ya le parecía a Heráclito, no decimos nada nuevo. Y si la historia del siglo XX cambió por lo atómico, entonces, me parece que ahí hay una mirada que ya no tiene que ver con la solidaridad sino con la autopreservación. El ecologismo no tiene que ver con un hobbie de clase media alta que se solidariza con las “cabritas de los campos”, tiene que ver con la autopreservación, por eso, es una cuestión profunda de legítima defensa. Y siempre pienso en el ejemplo trágico de Chernóbil, donde al fin y al cabo Bielorrusia está pagando las consecuencias de lo que se hizo en territorio ucraniano, pero ésto lo podemos extender a cualquier otra cosa. Particularmente, me impresionó mucho cuando en España descubrieron que la central nuclear de Garoña, que está cerca de Burgos, era idéntica a la de Fukushima y estaba a punto de renovar licencia. De pronto, España y casi sus antípodas quedaron acercadas violentamente por ese hallazgo nuclear. Después está la historia acá, en la patagonia. Me fascinó mucho estudiar toda lo del basurero nuclear de gastre, que tuvo una continuidad super inquietante desde la dictadura hasta [Carlos] Menem, donde se proyectó una y otra vez. Hay una cuestión bestial que demuestra cómo funciona la economía como polución, que es cuando Francia trata de comprar un trozo de la patagonia para enterrar sus deshechos radiactivos, cuyas consecuencias desconocemos porque nunca en la historia existieron. Esa basura no sabemos qué hace y no lo vamos a saber jamás. Esto se eleva a un rango filosófico entre aterrador y fascinante. Se dice en la novela que los finlandeses para enterrar sus residuos están empezando a llamar a teólogos y filósofos porque no saben cómo señalizarla. Es de un optimismo casi enternecedor: ¿dentro de diez mil años – como si fueramos a vivir diez mil años más - cómo se va a indicar a nuestros descendientes que ahí hay algo que los va a destruir? ¿van a saber lo que es una flecha? ¿una señal de peligro? ¿Entendemos nosotros los papiros egipcios? Me gustaría saber si Francia efectivamente enterró o no los deshechos en la patagonia. En ese tiempo aparecieron un montón de trabajadores muertos por donde se iba a hacer al basurero de gastre, en una antigua mina (creo que de uranio), cuando se supone que eso se había clausurado. Entonces, a mí lo que me sorprende es que no hay bien más común que la energía: la usamos todos con recursos naturales de nuestro territorio, y no es tan fácil privatizar el agua, el sol y el aire; sin embargo, se privatiza, se explota y encima su gestión es opaca. La energía pasa ser un problema democrático, no se trata ya de la extinción del oso panda sino de qué hacemos con los recursos comunes. Hay una tensión en este punto entre democracia y economía.

¿Por qué elegiste cerrar la novela con un poema que habla del agua?

¿Y a vos porque te pareció que cerró así?

Supongo que tiene que ver con la idea de fluír, con los resquicios adonde llega el agua. Y también con la idea de Heráclito de que todo es disinto pero a su vez es lo mismo.

Sí, creo que tiene que ver con eso. Por un lado, el personaje mira hacia arriba y le parece que va a llover, y después empieza a caer una lluvia que finalmente cae en todas partes; precisamente, el agua, a pesar de que esta geopoliticamente gestionada, es un sola y llega a todas las orillas. Es lo que separa pero también une las distintas orillas y continentes. Por eso la novela termina con el origen y el final de la vida: con el agua entrando a las alcantarillas, al último residuo tóxico; pero también de esa especie de sopa o magma contaminado va a salir algún tipo de vida, porque hay mucho de fatalidad con eso. Yo pensaba mucho cuando escribía esa parte – que pienso, en efecto, que es un poema – que tiene un ritmo acuático: va recorriendo la trayectoria del agua desde la nube hasta el mar, del mar al río, del río a la costa, de la costa a las alcantarillas; como si el mundo fuera un enorme flujo sanguíneo de agua más o menos contaminada que determina, al fin y al cabo, nuestro propio organismo. También pensaba en los alrededores de Chernóbil, donde la vida humana ya es imposible y, sin embargo, creció una fauna brutal: unos bosques rarísimos, osos que ya no habia, caballos salvajes; toda una naturaleza anómala donde el gran depredador humano desapareció. Es decir, en condiciones supuestamente incompatibles con la vida, descubrimos que la vida renace, que lo que la impide somos nosotros. Es como la primera flor de Hiroshima después de la bomba atómica. Pensaba: en ese agua se termina todo pero recomienza todo, es un ciclo vital que arrastra toda su mierda.


¿Crees que Argentina es un país que a podido lidiar con sus cicatrices o que todavía siguen repercutiendo en su presente?


Me parece que lo fascinante de Argentina es que tiene muy exacerbado el sentido de la memoria y del olvido. Es un país muy extremo. En el caso de España, tiende a un moderado olvido todo el tiempo, hay pequeños ataques de memoria pero básicamente , incluso la democracia española, se construyó sobre un tibio pacto de olvido, lleno de contradicciones, tensiones y problemas. España, desde el franquismo, nunca se propuso recordar demasiado. Y la mayoría de los países hace eso. Pero hay ciertos otros radicalmente conflictivos, a nivel global uno es Alemania y a nivel local – es decir, para sí misma – Argentina. Ambas naciones juzgaron sus crímenes de Estado, pero Argentina hizo algo todavía más difícil que fue deshacer sus propios jucios y absolver a sus condenados. Hizo las dos cosas. Mientras Chile o Brasil no recordaban, Argentina recordó hasta donde pudo (dentro de las limitaciones que tuvo el Juicio a las juntas), y se terminó condenando no a todos los genocidas sino sólo a los jefes pero, aún así, fue un juicio semioticamente muy potente. Después recordamos los indultos de Menem, que fueron el colmo, pero antes el propio gobierno de [Raúl] Alfonsin fue reculando con la Obediencia Debida y el Punto Final. El mismo gobierno que había hecho los juicios. Por eso creo que dentro de un país, en un mismo gobierno, hay ejercicios de expansión y contracción de la memoria histórica muy fuerte, y eso me parece una peculiaridad argentina. Entonces, Argentina por ciclos recuerda – lo que los griegos llamaban la anagnórisis -, se horroriza y entonces se apresura a olvidar de nuevo. Y eso pasa cíclicamente en Argentina. Es atrozmente narrativo, por eso creo que el japonés protagonista de la novela se queda muy impresionado con ella.

¿Te parece bien hasta acá?

¿Puedo agregar algo?

Sí, claro.

Estos ciclos de memoria y olvido me parece que lo tienen también las personas. En el momento de la vejez se produce un shock brutal entre la memoria a largo plazo y el olvido a corto plazo. Eso siempre me fascinó. La maquinaria narrativa de la memoria de un viejo me parece que se parece mucho más a una novela que cualquier otra edad en que estemos. Esa mezcla de visiones y elípsis brutales con la memoria minuciosa de lo pequeño, que de repente se vuelve significativo. El señor Watanabe, como es la primera vez que narro una vida entera - se requiere cierta extensión para ello -, tiene periodos de negación de la memoria y otros de acercamiento. En ese sentido, él, sin saberlo, es profundamente argentino, porque dentro de su propia vida va teniendo ataques de amnesia y ataques de horror bélico. Y me interesaba hacer el seguimiento de eso, porque toda persona que tenga un trauma o un duelo no tiene una continuidad o una línea recta, hay periodos de flujo y de reflujo en nuestros propios recuerdos dolorosos de acuerdo a la lejanía o acercamiento, negociando una distancia. Por eso era muy fuerte meter narrativamente a un personaje que está todo el tiempo midiendo la distancia respecto a su trauma; meterlo en determinados países que tienen algún tipo de problema de memoria. Francia lo tenía. La Francia de la nouvelle vague y la liberación sexual se estaba modernizando pero hacía experimentos atómicos, y no tenía ninguna gana de recordar su colaboración con los nazis durante varios años, y tampoco hablar mucho de Argelia. Esta Francia que cinematográficamente todos amamos, tiene debajo de la alfombra todo eso de lo que no se habla. Después en Nueva York están los años setenta: la contracultura, el punk, las panteras negras, el feminismo de la segunda ola, cineastas y escritores que amamos – particularmente amo a [James] Baldwin, [John] Cassavetes, [Susan] Sontag – y la otra mitad de todo eso: Estados Unidos viviendo un momento político radicalmente muy fuerte. Está el Watergate: se absuelve a [Richard] Nixon, no se lo juzga, le dan una pensión vitalicia, las gracias, y se pone al vicepresidente en su lugar, como si no hubiera pasado nada. Además, se retiran de Vietnam, la gran batalla contra la izquierda. Se para la guerra: Vietnam queda hecho mierda, el sur y el norte totalmente enemistados, dejan a la parte pro norteamericana allá y se van, ¡Y nunca más se supo qué mierda pasó ahí! Por eso hay una maniobra de olvido de la política nacional e internacional muy fuerte en Estados Unidos. Cuando llega a la Argentina, está el quilombo de Malvinas y la pos dictadura – no hace falta que lo diga -. Y por último, el trabajo en España. Una España muy loca, que conocí de adolescente, que estaba subida al vagón europeo de aceleración: de meter quinta olvidando que era un país franquista; quería ser como Suecia. Y hacía solo quince años que había muerto Franco pero España ya se pensaba un país “europeísimo” y súper desarrollado; entonces, había una aceleración del olvido: con la guita, los juegos olímpicos, la expo de Sevilla, el tren de alta velocidad; una España que miraba para atrás y tenía la fantasía de que pasó mucho más tiempo del que pasó; metida en una carrera desmesurada hacia el futuro, a punto de descarrilar. Entonces, Watanabe va aterrizando en lugares en momentos históricos donde la dialéctica entre el olvido y la memoria de algún modo le vuelve en espejo a él.

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