lunes, 10 de diciembre de 2018

Leonardo Oyola: “Chamamé nace de una traición, una canibalidad por salvar tu quinta”



En su última novela, el autor de Kryptonita, nos abre las puertas de un policial sanguíneo y vertiginoso, un western urbano que enfrentará el destino de dos viejos amigos marcados por la venganza y el desarraigo familiar.


Ph: Lucía Martínez



El acto de traición, a lo largo de nuestra vasta historia universal, encarnó los rasgos más viles de la naturaleza humana: El beso de Judas Iscariote a Jesús de Nazaret en el Huerto de Getsemaní durante el año 33; el magnicidio del emperador Julio César, elucubrado por Casio Longino y Marco Junio Bruto en el Senado romano; incluso, el asesinato por la espalda de Jesse James, el bandido más famoso de Norteamérica, a manos de Robert Ford, un insignificante miembro de su banda criminal. La traición siempre estuvo detrás. Pero, ¿es la traición un mero acto desleal? ¿Una posición basada en el más puro egoísmo? ¿Un pecado tan pérfido como para llevar a Dante Alighieri a ubicarlo en el último círculo del infierno? Por lo pronto, no es solo eso. El barro de la historia - en el que cada vez estamos más enlodados - nos ha hecho olvidar una de sus razones de ser: el carácter disruptivo de su concepción. En su ensayo ¿Qué es la filosofía?, Gilles Deleuze – junto a Félix Guattari – aborda la traición a través de la figura del amigo, partiendo de él como un sujeto que permitirá abrir las posibilidades del pensamiento. El traidor, para el estructuralista francés, será aquel que, por la violencia inusitada de su irrupción, arrojará luz sobre los conceptos: el traidor devendrá distinto de lo que es o, en otras palabras, de los hábitos. En esa línea, traición no es faltar; traición es trasgredir, romper los mandatos de la tradición que tienden hacia el mutismo, la paralización, inclusive la muerte. De esa manera, al menos liberadora, lo ilustró Roberto Arlt en El Juguete Rabioso, a través de las palabras de Silvio Astier, tras delatar a su amigo el Rengo: “Hace un momento me pareció que lo que había hecho estaba previsto hace diez mil años; después creí que el mundo se abría en dos partes, que todo se tornaba de un color más puro y los hombres no éramos tan desdichados”. La amistad es, a riesgo de interpelarnos, una traición en potencia. Aunque, para ser claros, no lo es desde la agresión, sino desde la distancia de romper con las ataduras de nuestra propia conformidad.

En su nueva novela, Chamamé (Random House), Leonardo Oyola propone llevar el ring a la carretera para batir en duelo a dos amigos que, hermanados en la complicidad del hampa, pondrán en conflicto tanto sus aspiraciones intimistas como a la memoria emotiva que el presente les arroja sobre sí, en pos de sublimar, al costo que fuere, una vida destinada al abismo.

Chamamé, revólveres y rosas


Sálvese quien pueda” fueron las últimas palabras que escuchó Manuel “El Perro” Ovejero de su padre, mientras arreciaba sobre él una lluvia de disparos, cuando apenas era un joven. Criado en la severidad y el orgullo, el Perro fue guiado por las leyes que primaban las calles: la de los puños y el oportuno desenfunde. Tras salir de prisión, enajenado por la “mejicaneada” de su amigo y ex compañero de detención, Noé “Pastor” Carabajal, un sádico criminal cuyo anhelo más preciado es construir una iglesia evangélica, emprenderá una búsqueda sin respiro por las rutas más peligrosas del país para vengar el honor que su apellido representa, pero, también, debido a que su naturaleza innata se lo exige cada vez un poco más. Atravesada por la música como destellos simbólicos y, a su vez, como estructura rítmica del texto (de Bruce Springsteen a Smashing Pumpkins, de Miguel Mateos a Fabulosos Cadillacs); el olor del humo de la Chevy coleando contra el pavimento; el arte de las armas aprontadas como danza milenaria del crimen; el desenlace de la novela de Oyola nos llevará a la triple frontera. Allí se dirimirá el peso de las promesas y los límites morales de cada personaje. “Yo te conozco a vos, Ovejero. Bastante. No sos un mal tipo. Sos lo que tuvimos que ser”, lo apurará Noé a su amigo desde una afronta existencial. La aparición del Pombero Vega – posible retrato del Angel Eyes de El Bueno, el malo y el feo de Sergio Leone -, quien exige venganza por la muerte de su esposa, convertirá al escenario en un spaghetti western, donde el triunfador será aquel que consiga mantenerse en pie, aunque, internamente, ya esté muerto desde hace tiempo.

Ganadora del premio Dashiell Hammett a mejor novela policial en la Semana Negra de Gijón (2008), y reeditada por primera vez en el país, Chamamé ofrece vértigo, efervescencia y comedia, con una mirada particular sobre la amistad, que pondrá en duda, al menos, hasta qué punto estamos dispuestos a defenderla, aun, en contra de nuestros propios intereses.



En una vieja entrevista, allá por 2008, con motivo de la edición de Chamamé en España, contabas la dificultad en poder mantener el argot con el paso del tiempo, ¿crees que hoy la novela sigue teniendo la misma actualidad que en ese momento?

Para cuando la escribí corría la época final del 2000 y había cambiado mucho la tecnología: los vehículos; la forma de escuchar música; los celulares – algo que complica bastante la trama de los policiales -; entre otras cosas. Respecto del argot, hay ciertas referencias que sí han cambiado: hoy empiezan a tener preponderancia en la calle canciones y ritmos distintos. En la novela, por ejemplo, hay cero reggaeton. En ese tiempo recién estaba apareciendo, pero, si la historia ocurriera hoy en día, en el “Mogambo” tendrían que sonar un par de temas. No obstante, es un problema que afecta a casi todos los libros. Lo cierto, es que no soy el primero ni el único que va a escribir sobre la venganza, sobre todo de la traición de un amigo, con el dolor que aquello significa.

Hay un lenguaje tácito que se mantiene en la novela y se expone, por ejemplo, en las situaciones donde ellos se presentan apoyándole el revolver en la nuca a otro criminal o, incluso, cuando el padre del Perro le exige pelear para defender el buen nombre de la familia. ¿Es un idioma que responde a la ley de la calle?

De lo que se está hablando cuando se hace referencia a criarse en una zona como esa, es que hay que aprender a cuidarse solo. Ese capítulo, el de ‘tate quieto, es muy autobiográfico. Mi viejo cuando lo leyó me dijo: “¿Vos te das cuenta de que yo no hice eso feliz de la vida, sino porque no iba a estar ahí para cuidarte cada vez que te tocaran el culo?” Todo lo que pasó fue para que yo no permitiera que me pusieran un dedo encima. Entonces, ese tipo de realidades, lamentablemente, siguen existiendo. Es decir, soy feliz de no criar a mi hijo como un “machito”; pero, así como me dolió en el alma que se haya ido bien lejos de donde estaba, estoy contento de que no crezca en aquella otra realidad. Era triste que pasara, pero no había manera de poder controlar todo el día a los niños, encerrarlos en cuatro paredes; tenían que salir y enfrentarse a la realidad que les había tocado vivir.

¿La necesidad de venganza del Perro con Noé responde al temor de ver en él su posible destino como persona?

Lo que me parecía interesante del Pastor era que, a medida que fuera pasando la novela y en ella la persecución, estuviera cada vez más humanizado y, por contrario, El Perro se volviera más monstruoso al elegir la venganza; es más, la novela lo dice explícito: El Pastor tiene la idea de abandonar la vida delictiva, pero El Perro, aunque quisiera, no podría “ni a palos”, porque no sabe hacer otra cosa. Él tiene mucho miedo de llevar una vida común, la vida en pareja. Esos miedos corporizados son, por ejemplo, la muerte de su suegro. Al Perro le es más fácil aceptar el día a día: la consciencia de que puede morir a la mañana, a la siesta o a la noche; a pensar en sostener una familia hasta el final.

¿Hay un componente existencialista en el Perro en no poder parar de tomar elecciones, a sabiendas de que le vuelven todas en contra?

El Perro sabe que, de punto muerto a quinta, en menos de un kilómetro, ya saldrá disparado a toda velocidad, y que después habrá tiempo para frenar o lo que fuere.

Se observa en el Pastor a alguien que ha adaptado los mandatos religiosos a su propio estilo de vida, ¿hay algo en Noé del personaje de Samuel L. Jackson (Jules Winnfield) de Pulp Fiction?

Soy muy fan de toda la iconografía de (Quentin) Tarantino y, en ese aspecto, también lo veo desde mi lugar: he tenido idas y vueltas con la idea de Dios, a veces creo y a veces no; de lo que estoy convencido es de ser cristiano y no católico. No reconozco al autoproclamado representante de Dios en la tierra, y no me resulta una alegría tener de Papa a Jorge Bergoglio, y verlo como si fuera (Lionel) Messi o alguna figura por el estilo. Todo lo contrario, veo en él al que llamó a una guerra santa cuando surgió el matrimonio igualitario. Mi idea de Dios es amor, por eso no comulgamos con los mismos valores. Tengo, por otro lado, a una madre híper católica, que sigue yendo a misa. Aunque ella misma, por la realidad de su barrio, apoya el aborto; no se pone orejeras para acatar un dogma que transmite una religión. Por tal motivo, lo que más me interesa alrededor de la fe es lo personal; en el caso de Chamamé, está encarnado en el Pastor Noé o El Perro cuando hacen los diez “mandamientos del buen chorro”, obviamente, llevado a su modo de vida, que es el necesario para que sigan adelante desde su lugar. Me pareció correcto no adentrarme tanto en lo religioso como sí lo hice en la saga de “La Víbora Blanca”: Santería y Sacrificio. En Chamamé solo quedó en los titulares, incluso el encuentro de Noé con las supuestas brujas pone en juego qué tipo de practica puede ser tan fuerte para hacer revivir a un muerto. Para Noé y El Perro, su ritual son los autos y las armas.

Más allá de tantos guiños y símbolos a la cultura popular de los ochenta y noventa, hay una referencia ineludible a la película Calles de Fuego de Walter Hill, una especie de Rápido y Furioso de 1984.

Con la saga Rápido y Furioso no pude empatizar al ver tanta computadora y tan poco amor por el coche. Sin embargo, las últimas películas de los ochenta y principalmente las de los setenta como La Fuga del Loco y la Sucia, Los Locos del Cannonball, y demás sagas, muestran lo impresionante de los autos. Hay un film con Burt Reynolds que se llama Hopper, el Increíble en donde hay una escena de salto con un coche que es sumamente real: el auto termina hecho pelota. Quería recuperar ese juego, lo no perfecto; esa cuestión más sanguínea. Me pasó de pibe, al igual que cuenta El Perro en la unidad penitenciaria, de ver Calles de Fuego en el “Mundo del Espectáculo” en Canal 13 y quedar con la sensación de haber visto algo diferente, pero sin saber exactamente qué. Era como algo actual, pero con anhelos futuristas; estaba el rock’n roll de los cincuenta, pero estando en los ochenta; el western, pero sin caballos. Eso era alucinante. Luego, trabajando con (Alberto) Laiseca, volví a revivir aquello que en mi infancia más me marcó, y Calles de Fuego fue una de las películas que más miré. Cuando apareció el VHS y pude escuchar la voz original de los actores, me sentí maravillado.



Una de las particularidades de la novela es que la música marca el paso del tiempo de los personajes. ¿Por qué decidiste optar por las canciones y no por el detalle político para contextualizar?

Siempre todas las decisiones políticas se toman en una esfera que, de entrada, impacta a la clase media y baja. Sin embargo, la clase baja no tiene siempre las herramientas para analizar qué es lo que le está pasando, porque su prioridad es otra: sobrevivir. Así como El Perro piensa en el día a día, el trabajador también. Ellos pueden ser el brazo armado del político y, del mismo modo, cortarse solos. En este caso, lo político no tenía lugar porque lo que quería contar era la traición más dolorosa, la de un hermano o un amigo. La traición política es como la del encantador de serpientes: confiar sabiendo que estás metiendo la mano en un nido.

¿Cómo se explica la relación con Julia, a quien conoce siendo niña y con la que va construyendo una relación en los espacios de tiempo en que no está detenido?

Mientras Julia fue niña, él no la vió más que como tal. Su historia me sirvió para hacer la elipsis y poder contar el tiempo que ellos cumplieron condena, asimismo, lo importante que es para alguien privado de su libertad una posible recepción afuera. Muchas veces se cae en prisión por una equivocación, pero en otras se da por la falta de los medios económicos para zafar de ello. Muchos de los privados de su libertad, además de cortar vínculos, se alejan de la familia. Por eso, la esperanza de verla a ella fue la única redención que encontró El Perro, que coincidió con una Julia que se estaba convirtiendo en mujer y tenía sus primeras experiencias de vida. Desde una forma epistolar, El Perro se fue enamorando de ella, alentándola a que siga con su vida. Él de verdad le deseaba felicidad, con gestos mínimos que en realidad eran enormes.




Diferente fue el caso de Mariela, quién dejó de prestarle atención al Perro luego del incidente con el padre en la Vuelta al mundo.

Julia, si bien era una piba avivada, nunca lo vio en acción al Perro. Y él siendo chico, en la “vuelta al mundo”, expone ante Mariela todo lo oscuro que tenía para dar, muy lejos de ese niño con el que ella se tiraba besos.

¿Es la traición el sentimiento que corre siempre detrás de toda la novela?

Lo es, sin duda. Hay un escritor que admiro mucho, Irvine Welsh, al que llegué luego del furor por Trainspotting. Hace poco me negaba a ver la segunda parte del film, tenía miedo; además, había leído Porno, que sucede diez años después y no veinte como en la película, y pensaba en la diferencia entre lo que había sido y es hoy la industria del porno. Igualmente, la miré como si fuera un largo poema, y hay una parte que es el leitmotiv de todo que se dice en ella: Todo empieza con una oportunidad, y esa oportunidad lleva a una traición. Claro, es verdad, porque esa oportunidad tienta a realizar algo nuevo, es la insatisfacción. Desde algo que puede parecer chico y aun así cambiarte la vida. Chamamé también nace de una traición: estaba en un laburo que terminamos perdiendo unos cuantos, sin embargo, otros obtuvieron cargos jerárquicos. Nuestros jefes nuevos eran los villanos invitados y ni siquiera eso. Lo cierto es que eran compañeros con los que había sido muy amigo, hasta incluso con vínculos de padrinazgo. Pero reinó el sálvese quien pueda. Esa canibalidad por salvar tu quinta, eso fue lo que quise contar, y de una manera extrema.

La novela tiene un vértigo muy particular que parece identificarla con una road movie, aunque, un buen tramo de ella, no ocurra arriba de un vehículo. ¿Ese ritmo es por la música que marca el tono o por la vida al límite que viven los protagonistas?

La música está presente en todo lo que escribo y eso marcó el pulso en cualquiera de mis novelas. Siempre sentí que Chamamé tenía que ser híper frenético en el comienzo y también en el final, pero en el medio debía estar esa pausa necesaria, tanto para conocerlos a ellos como para que se pudiesen reencontrar. Me gusta el western, y siempre lo pienso, es más, la mayoría de mis novelas terminan en duelo. La diferencia con Chamamé es que fue más pensada como spaghetti western y, además, con la inclusión del duelo mexicano que suele ser de a tres. En el duelo, El Perro, debe aliarse porque sabe que es la única manera que tiene para salir vivo de allí. La alianza no solo es una estrategia como parte del arte de la guerra, El Perro sabe que en algún momento fueron como hermanos, entonces, hay ahí una memoria emotiva. Y eso es lo que más me atraía de ese capítulo. La manera en que se buscan para quedar espalda con espalda es armónica: se protegen, se cubren, avanza uno, el otro toma la posta; ni hablar cuando logran llegar al auto y comienzan el trance de la ruta. Lo mejor fue que para cuando estaba escribiendo esa parte ya los conocía bastante a los dos.


En buena cantidad de notas respecto de tu escritura se te ubica dentro de una categoría denominada “marginal” o del “conurbano”. ¿Cómo te llevas con ese tipo de etiquetas?

Soy el primero al que le choca el término conurbano, porque parece una generalización de alguien que lo mira desde la capital. Puede que haya una sensación de deja vu con el que es de zona sur, del oeste o el barrio que sea, sin embargo, el conurbano es híper territorial, no se puede comparar Bernal con Isidro Casanova. La denominación “primer, segundo o tercer cordón” resulta más una necesidad sociológica que otra cosa. Por eso, cuando te mencionan a la “literatura del conurbano” te choca, es verdad, pero sí entiendo que funciona como marco teórico para poder analizarla. La mayoría de los temas que se tocan hoy en las obras son desde finales de los noventa hasta todo el recorrido actual del siglo XXI. Lo que me solían decir los editores era que no me presentara como un escritor de policiales, porque era una manera de encasillarme. Y yo no hacía policiales, hacía literatura. ¿Qué es literatura y qué no? Los que escriben novelas románticas, y tienen la suerte de que les vaya muy bien, también son literatura. El lector es el que elige qué leer y que no, lo demás son etiquetas para ubicarte en el mapa actual de la literatura.

Venías desde una línea de escritura más identificada con la novela negra, sin embargo, con Kryptonita hubo un cambio de paradigma en tu obra, ¿cómo lo ves hoy a la distancia?

Fue lindo, porque los lectores de la editorial le hicieron informes muy fuleros a Kryptonita. De hecho, estoy contento con todo lo que banco a la novela la editora. Por un lado, la crítica la trató muy bien, pero además el público también. Me alegró que se quedaran con la visión de ellos como héroes y no con la del médico que, debido a los cocteles que venía consumiendo desde hacía cuatro días, podía haberlo alucinado. Creí que la interpretación iba a estar dividida, pero la mayoría eligió la opción de los súper héroes. Y eso es ideal en una obra: que logre esa vida que va más allá de las intenciones de uno como autor.

¿Cómo se hace para escribir después de haber vivido un furor tal como el que significó Kryptonita?

Te afecta y puede que te paralice también. Desde hacía rato venía escribiendo Ultratumba, pero llegó un momento en que me di cuenta que tenía que parar, celebrar el proceso de Kryptonita, y cuando terminara todo eso, sí, volver a Ultratumba. Ahora, además, la editorial me lleva a todos lados. En el caso de Chamamé, era un libro esperado por el recibimiento que había tenido en Europa y por el hecho de no poder conseguirse acá. Quizás Ultratumba, o lo que venga después, no tenga la misma repercusión, y me parece que es responsabilidad propia hacer todo lo posible para no estar pendiente de ello. Pero, en verdad, es difícil. Hay periodistas culturales que me han dicho “ahora podés escribir la obra de tu vida y, por deporte, te van a venir a pegar igual”. La nota pasará a ser que escribas algo malo o que no estés a la altura. Son las reglas del juego. Desde mi lugar, trato de no perder la libertad y las ganas que tengo con lo que hago. Es obvio, quisiera que a todos mis libros les fuera como Kryptonita, es importante para poder dedicarte a esto. Pero mis búsquedas no son siempre las mismas; sé que en algún momento voy a querer contar otras cosas, tal vez difíciles de digerir, y eso no necesariamente puede tener una aceptación masiva como la tuvo Kryptonita.

Desde hace algunos meses surgió el debate en distintos espacios sobre las condiciones que ofrecen las editoriales más independientes y la posibilidad de establecer algún tipo de marco regulatorio al respecto. Vos que, si bien hoy laburas con Random, has publicado en editoriales más pequeñas, ¿cómo tomaste la discusión?

Es un tema complejo y, a la vez, muy personal. Si pude vivir en un momento determinado de mi literatura fue porque cuando me dije “me voy a dedicar a escribir” estaba en unas condiciones paupérrimas, acostumbrado a vivir con muy poco. Entonces, sí, una editorial grande te hace un contrato, te paga un anticipo; pero las editoriales chicas no van a poder conseguirte eso y tampoco se lo podés pedir. Una editorial pequeña no puede hacer un contrato calcado de una multinacional. Aun así, lo remarco: es una cuestión personal. Lo que me parece ya de mala fe es agarrar una opinión pública y utilizarla para eclipsar, por ejemplo, lo que pasó con la Feria de Editores Independientes, que fue un boom, y es muy necesaria en estos momentos de recesión. Como autor soy consciente de quién me acostó y con quien me acosté (…) No todas las editoriales son lo mismo, y hay que apostar por las editoriales independientes.

Pasaron muchos años de tu laburo en los talleres de Alberto Laiseca y, en el medio, has escrito varios libros. ¿Seguís reconociendo en tu prosa todo aquello que trabajabas con él?

Sí, todo. Incluso él mismo cuando laburábamos las consignas, en algún momento de charla, me decía: “Lo importante es que usted siga escribiendo” o “piense si de verdad quiere seguir el texto por acá”. Por eso, siempre está presente. Y si estamos acá hablando es porque yo fui al taller con él.


sábado, 24 de noviembre de 2018

Agustina Bazterrica: “La barbarie hoy está mucho más refinada”


Publicada originalmente en Revista Kunst

En Cadáver Exquisito, el canibalismo se materializa bajo un mundo dominado por el consumo. Allí, donde los límites entre el ser y los entes se angostan, un acto de amor pondrá a prueba el último gramo de humanidad que aún sobrevive en la tierra.


Ph: Eloy Rodríguez Tale





Son casi las siete de la tarde en el pasaje Tres Sargentos, a unas pocas cuadras del mítico Luna Park. El calor sofoca, acorrala, invita a replegarse hacia las medias sombras de los escaparates. El cielo, límpido, rebota contra los tablones de las cervecerías que, desplegados a lo largo de la vereda, empiezan a ocuparse de turistas. Un señor maduro que titubea entre una mesa y otra, levanta la vista y decide ceder el lugar que linda con la calle empedrada. El espacio es reducido pero cada tanto los autos se filtran, se cuelan fuera de ese gran atolladero de avenidas porteñas que llamamos “capital”. Agustina Bazterrica llega de buen humor, se maneja con confianza. Viste elegante y lleva colgando de la cintura la tarjeta de su trabajo. Mientras revisa la escasa oferta vegetariana de la carta del bar, habla de las repercusiones de su novela, Cadáver Exquisito, y de la agenda cargada de notas que tiene por delante. Muestra en su celular un mensaje de la hermana pequeña de una amiga. Una lectora no habitual que devoró su obra en casi cuatro horas y que le pidió que escriba un nuevo libro. “Ya está, me doy por hecha”, dice. Lo cierto es que su nueva obra, galardonada con el premio Clarín Novela 2017, no para de generar repercusiones. Enhebrada en la vasta historia de la literatura distópica, Bazterrica narra los días de Marcos Tejo, el encargado de Krieg, uno de los frigoríficos más importantes de carne humana. En una sociedad azotada por un virus que ha contaminado el consumo de carne animal, los tiempos urgidos del capitalismo, amainados por el creciente proceso de despersonalización social, han puesto sus brazos en el propio espécimen humano; en esa misma sociedad donde el otro ya no construye identidad, adonde la autoexplotación guía a las masas bajo máscaras de libertad.



Todos somos caníbales

En 1580 el filósofo francés Michel de Montaigne dio a conocer, entre sus vastos ensayos, un apartado dedicado a una tribu caníbal que ocupaba buena parte del litoral brasileño entre lo que hoy se conoce como São Paulo y el cabo Santo Tome, en el estado de Río de Janeiro. La comunidad en cuestión eran los Tupinambás, una porción guerrera de los Tamoios que habían ofrecido una importante resistencia a la ocupación blanca y que practicaban un particular y macabro ritual: comerse los unos a los otros. El canibalismo había surgido como respuesta al kuru, una enfermedad degenerativa que se incrementaba a pasos agigantados entre las mujeres y niños de la tribu. El ritual se ofrecía como un acto de afecto y respeto hacia los demás. Montaigne, sorprendido por la sacralidad ceremonial, entendió que su realización permitía demostrar que cada sociedad respondía a un sistema de valores únicos, el cual tornaba difícil establecer una línea divisoria entre la barbarie y la civilización. Bajo ese interrogante germinal, la filosofía política del siglo XVII y XVIII construiría un compendio de principios rígido y dogmático de la mano de Hobbes, Locke y, en especial, de J.J. Rousseau y su Contrato Social. La moral, de esa manera, venía a salvaguardar un estado de salvajismo latente; una inminente guerra perpetua entre unos y otros. A pesar de ello, cuatro siglos han bastado para reafirmar cuán relativo era el concepto de “civilización” que había enunciado Montaigne. El vigente sistema capitalista crece estimulando la explotación y la preponderancia del más fuerte; creando monopolios que precarizan las condiciones de vida de los sectores más populares en pos del culto a la libre competencia. Así, el mercado – como un reconvertido Leviatán – no necesita límites, es amoral. Bajo esa órbita, comernos los unos a los otros se ha transformado en una práctica diaria, estresante, que nos disocia y homogeniza; que borra nuestros rostros para amansarnos, como ganado, listos para ser devorados por ellos: los dueños de la moral, los mismos de siempre.

Por una cabeza

Marco Tejo es un hombre gris, rodeado de números y responsabilidades. Encargado del frigorífico Krieg, ha visto, desde la crudeza del hombre que observa y decide, cómo las cabezas de los animales fueron reemplazadas por rostros humanos. Un supuesto virus que ha contaminado a los especímenes obligó a la sociedad a redefinir su forma de alimentarse: ha optado por devorarse a sí misma. A la luz del imperante mercado, la industria de carne humana se ha normalizado: se compra, se vende, se cazan “cabezas” como recreación, se clasifican según etnia y edad. Marcos vive a la expectativa de la muerte de su padre, el hombre que lo formó. Extrañado, en un mundo nuevo que le acontece, debe lidiar con las excentricidades del negocio, con las presiones de su ex esposa, las mezquindades de su hermana y la impertinencia de sus sobrinos. Allí, en el oscuro y remoto hospicio de sus pensamientos, encontrará una señal de vida en Jazmín, una “cabeza” regalada que pasa sus días temerosa en el garaje, esperando, a pesar de los dilates, su final anunciado.

Agustina Bazterrica - autora de Matar a la niña y de los cuentos de Antes del encuentro feroz - delinea en su nueva novela un lenguaje dúctil, universal; capaz de condensar el terror, el drama, la empatía y la desesperanza. Desde la base de una investigación minuciosa y concisa, el descarnado relato de Cadáver Exquisito nos invitará por medio de planos, voces, imágenes y sensaciones a ponernos de cara a una realidad solapada, durmiente; una realidad que decidimos evadir diariamente, imaginando que no existe, que no es cierta, que no está.


¿Se puede entender Cadáver Exquisito más que como un novela distópica desde un planteo moral respecto de los límites de la idea de humanidad?

Mi intención no fue la de una novela panfletaria. Soy vegetariana, pero no una vegetariana modelo. Tal vez lo sería si fuera vegana, y una vegana muy concreta. Pero, además, me parece que el fanatismo es otra forma de violencia. Por eso no me interesó escribir algo así. Lo que sí me interesó fue reflexionar sobre un montón de cosas que ya venía pensando y pude volcar en la novela, de manera intuitiva. Después de escribirla, la analizas y decís: acá está tal razonamiento o este otro. La mayor línea de reflexión sería la del canibalismo simbólico: cómo nos canibalizamos los unos a los otros. Esa es una de las bases del “capitalismo salvaje”.

En una nota reciente en La Nación, José Emilio Burucúa hablaba de la necesidad de las preguntas acerca de la ética y el bien común, que se han ido perdiendo dentro de una cultura narcisista. ¿La novela podría ser una respuesta a ello?

Me interesa la cuestión global. Esto del canibalismo simbólico lo veo en el subte todos los días: en la Línea A nos maltratamos, nos vamos fagocitando de a poco. Y también lo veo en cuestiones más graves - que son las que más me impactan – como es la trata de personas. Ese es un ejemplo claro de cómo una persona en cautiverio puede ser fagocitada por otra, se le consume su energía. Y si no hay un cambio, en principio individual, pero que necesariamente se traduzca a lo social, vamos rumbo a la distopía. Aunque ya estemos viviendo muchas de ellas, grandes y pequeñas. Además, a mí no me saldría una literatura del yo. Me aburro de mi misma. No la leería yo, y menos pienso escribirla. Por eso cuando se me ocurrió la novela y el tema, empecé a pensar una historia, porque no me interesaba sólo hablar del canibalismo. Puedo describir un frigorífico, pero ¿qué más? Ahí es donde surgió la historia del protagonista.

No es una novela panfletaria pero la obra se inserta en contexto de mucho debate respecto del veganismo y la industria de la alimentación. Tal vez no hay cambio radical pero sí mucha más atención al respecto.

Hay una enorme resistencia en nuestro país, en especial cuando el asado es considerado sagrado. Es verdad que se habla más del tema, pero lo que suele pasar es que hay más reacciones negativas al respecto. De hecho, lo he vivido siendo vegetariana. En ese sentido, la novela también surgió de un cambio de paradigma a partir de dejar de comer carne. Cuando veo una milanesa o un pancho ya no se me conecta con mis días de niñez, veo un cadáver. Ahí surge la novela.

En una de las escenas de la novela, Marcos se enoja con sus sobrinos porque ellos están practicando un juego en el que se imaginan qué sabor puede llegar a tener él. Marcos se niega a comer carne y recibe la burla de su hermana, preguntándole sobre un supuesto veganismo. Allí parece quedar en claro que el virus que afectó al consumo de carne vacuna no impulsó al veganismo, solo implicó su reemplazo por la carne humana.

Totalmente. Lo que pasa es que, si bien hay casos aislados, no nos comemos de forma literal por una cuestión de tabú. Porque de hecho somos carne, tenemos proteínas. Es más, hubo tribus que lo han hecho y lo tienen aceptado.

¿Crees que la adicción por el consumo en sí nos ha hecho obviar cada vez más el producto y las situaciones que emergen a partir de él?

Sí, el tema es consumir, lo que venga y sin ver más allá. Por eso la novela se la dedique a mi hermano, Gonzalo Bazterrica. Él es chef y estudia todo lo relacionado con la alimentación consciente. Con esa alimentación entendés que no es lo mismo comer que alimentarte. Empezás a ver las etiquetas: ves cómo surgen y de qué están hechas las cosas. Ahí te das cuenta de qué es lo mejor para vos. Te informás sobre lo natural, lo orgánico, el impacto de tu cuerpo. Eso mismo lo trasladé a la carne, por eso dejé de comerla. Me di cuenta no solo del impacto negativo de la carne a nivel biológico; estás también comiendo un cadáver; ingiriendo toxinas y antibióticos. Y cuando te pones a investigar desde dónde viene la carne, te decís: yo no quiero formar parte de la matanza de tantos seres, de toda esa violencia. De la misma manera, en Cadáver Exquisito está cuestionado el virus que afecta a los animales. El protagonista lo cuestiona. Lo que hago es trabajar con esta idea, tan actual, de no cuestionar lo que pasa, incluso desde la política nos comemos cualquier verso. El consumo no tiene que ver solo con lo que introducís en tu cuerpo por la alimentación; cuando ves Tinelli estás consumiendo un producto complicado.

En uno de los capítulos centrales de la novela Marcos recibe el reproche de su hermana por no usar paraguas en la calle y exponerse a un posible contagio de parte de las aves infectadas. Ella, ante el descreimiento de su hermano, argumenta su realidad a partir de la difusión en la tele, en el discurso político y en el decir de los vecinos. Eso hace pensar que una “posverdad” que hoy puede perjudicar a un candidato político, en el mañana puede llevarnos a sumir en una realidad ficticia.

Construimos todo un sistema de creencias que sostienen nuestra propia realidad; las diversas realidades que hay. Así lo vamos justificando. Una de las reflexiones de la novela - al menos la mía - es que el consumo de carne está ligado al capitalismo salvaje. Cuando te comes un sanguche de jamón y queso estas comiéndote un pedazo del animal que sufrió. Si vos podés hacer esa escisión y no tener en cuenta de que ese jamón viene de un animal, podes también hacer esa escisión con tus pares. Los podés objetivar, despersonalizar; y de esa manera los poder violentar, violar y hasta ignorar. No lo vas a considerar un ser capaz de sufrir.

En relación a eso, ¿el virus que somete a la sociedad termina siendo un tema de fondo alrededor de una cuestión clave como es el comportamiento humano en situaciones límite?

Sí, porque lo que me llama la atención es el hecho de que aceptemos vivir sin cuestionarnos nada. Si realmente la gente supiera cómo es el proceso de faenado, probablemente dejarían de comer carne o al menos lo dudarían. Eso se puede trasladar a lo que sea. Las violencias y los maltratos se van acumulando, y así los vamos naturalizando. Este sistema nos atraviesa, tenemos que hacernos cargo de que somos hijos del capitalismo.

¿La crisis termina poniendo sobre la mesa muchas actitudes viles y miserables que parecen haber estado desde siempre en las personas pero reprimidas en pos de un comportamiento moral o una cultura?

Eso desde ya, otra de las líneas análisis de Cadáver Exquisito es acerca de eso que entendemos por moral o, si se quiere, la civilización. La barbarie hoy está mucho más refinada, no sé si la superamos en algún momento. Los actos de crueldad o barbarie están velados. Un bife en el plato está velando un acto de barbarie. Es verdad, no nos matamos de manera literal, pero en cierta forma nos matamos de manera simbólica. Nos violentamos permanentemente.

Además de la cosificación que implica convertir a una buena parte de las personas en “cabezas de ganado”, se advierte una transformación social más amplia viendo a ese grupo de personas marginales denominado “Los carroñeros”, que parecen perros de la calle esperando que alguien les tire un hueso.

Es que estamos programados para meter al otro en pequeños cuadraditos. Al no considerarte un otro con tus complejidades, yo te puedo discriminar. Y al discriminarte te ubico en ese cuadrado pequeño catalogándote como un “carroñero” o - como puse en la novela - un “negro de mierda”. Un término que en Buenos Aires gran parte de la gente usa muy alegremente. Se usa sin ningún problema. Esa fue una de mis reflexiones: con qué liviandad metemos al otro en un estereotipo vacío o lleno de negatividades.

¿Cuánto hay de causalidad entre Cadáver Exquisito y la creciente ola de neoliberalismo que tiñe buena parte del mundo avasallando los derechos de las personas más vulnerables?

Lo pensé de manera global. Con que haya ganado [Donald] Trump tenemos para temer, y mucho. El capitalismo nos afecta a todos.

Hay un elemento que parece central en la trama, que es el miedo, una especie de combustible necesario para que toda esa maquinaria funcione. Lo mismo sucede en el terreno político, cuando se implementan medidas de ajuste alegando evitar situaciones caóticas.

Es una de las grandes herramientas de todas las políticas, que se traducen en manejar a las masas. No es menor que se traduzca también en la alimentación, lo recalco; lo que comes es también lo que sos. No digo que todo el mundo pueda acceder a la comida orgánica, pero si pudiéramos hacerlo es posible que fuéramos algo más lúcidos. Si comes todo el tiempo comida de mala calidad pueda que pierdas la lucidez para ver algunas cuestiones. Uno de los problemas que existe es la información, porque hay maneras muy baratas de comer sano: por ejemplo, los germinados, a partir de semillas, que son lo más barato que hay en el mundo. Entonces, es parte del qué comemos, cómo nos alimentamos, qué consumimos y qué oímos. Hay que tratar de no dejarnos manejar tanto, aunque no sé si sea posible.

En los tantos comentarios que genera tu novela en las redes, muchos de ellos describen reacciones de sorpresa, angustia e incluso de morbo. ¿Crees que ese tipo de respuesta tiene que ver con que el texto desnuda muchas de nuestras intenciones internas o con la cercana realidad que proyecta la historia?

Tiene que ver con las dos cosas. Primero, los temas tabúes siempre generan rechazo y atracción. Por algo las películas de zombis – las buenas - tienen tanto éxito. Eso se mezcló con una narración acerca de un faenado en un frigorífico, que de por sí es impresionante, y lo es doblemente si se trata de un par tuyo. El tema de la impresión tiene que ver con el lenguaje narrativo que usé adrede. Cuando pensé en la novela, me pregunté qué tipo de lenguaje narrativo iba a usar, porque no siempre uso el mismo. Mi primera novela es completamente barroca. Acá, al ser un tema tan denso, quise plasmar una estructura de best seller con un lenguaje fácil de leer, muy narrativo y visual. La hermana de una amiga me decía que ella “veía toda la novela”. Eso es fundamental, porque la gente cuando la lee, la ve. Y eso genera aún más impresión, y hasta reacciones corporales, como una periodista que me dijo que le dio nauseas.

Curiosamente Cadáver Exquisito presenta muchas similitudes con una novela muy en boga actualmente como es El cuento de la criada. ¿Hay algún tipo de conexión entre ellas?

Cuando estaba por terminar la novela, mi novio, que es el encargado de buscar series, se encontró con la del “Cuento de la Criada” (The Handmaid’s Tale). Ahí nos fanatizamos y leí el libro. Y aunque haya escrito Cadáver Exquisito antes de conocer a [Margaret] Atwood, la novela tiene un montón de puntos en común. Ella decía en una de sus entrevistas que había escrito la novela basándose en cosas que actualmente ocurrían, no sobre algo fantasioso. En mi caso es igual, me baso en cosas que ocurren hoy.


Cuando en tiempo pasado aparecía la literatura futurista, daba la impresión de que esas problemáticas que introducían al debate estaban muy lejos de ocurrir en ese presente. La literatura distópica actual parece centrarse en cuestiones que guardan mucho de actualidad, que están latentes.

Las buenas distopías, al menos las que yo leí, están hablando de cuestiones que pasan en el momento. Así está 1984, que habla sobre los abusos del comunismo; Nosotros de [Yevgueni] Zamiatin, un autor ruso que fuera parte del partido y que tuvo que irse debido a esos abusos. El Cuento de la Criada habla de cuestiones que Margaret Atwood ya en 1985 estaba viendo y que hoy son súper vigentes. Lo mismo Un Mundo Feliz, que retrata las problemáticas de la industria en Inglaterra. En mi caso, trató de hablar de las cosas que me parecen problemáticas hoy: el consumo, los derechos de los animales, el canibalismo simbólico. Hay otro tema que quizás no toco tanto para no exponer la trama de la novela, que plantea hasta qué punto uno es capaz de llegar por el deseo, por ejemplo de tener un hijo. ¿Cómo querés tener un hijo? ¿Comprándolo? ¿Cómo? Hoy es un tema que está en boga debido a la cantidad de tratamientos que hay, de los cuales estoy de acuerdo. Pero son temas a pensar.

El protagonista, Marcos Tejo, vive por un lado atado a una inevitable partida de su padre y, a su vez, se relaciona con una cabeza, Jazmín, cuya muerte es inminente. ¿El lugar de él es un poco el del cruce entre la vida y la muerte?

Es casi intrínseco, nos estamos muriendo segundo a segundo. El tema es cómo queres vivir esa muerte inminente, que valor le das y como la ubicas. Para mí la muerte es una transición a otra cosa, quizás para otra gente sea un fin absoluto. En la novela, Marcos está atrapado por un montón de circunstancias. Por un lado el padre, que si bien no es una prisión, porque él lo quiere, lo lleva a trabajar donde trabaja. Después, la muerte impacta o no depende del valor que se le dé. Las cabezas no lo tienen, Jazmín no lo tiene. Mi planteo es que vivimos en un planeta repleto de seres, humanos y animales, donde ninguno quiere morir. Entonces, ¿porque tu muerte va a tener más valor que la muerte de una vaca? Pero así es como nos programa el sistema, para darle menos valor a una vaca o para darle más valor a la muerte de un Golden Retriever que a la muerte de un cerdo.

Allí lo simbólico termina decidiendo el valor de unos u otros aún siendo todos iguales.

Sí, creo que es el planteo de base en la novela, independientemente del capitalismo, Todos tenemos un valor y no lo estamos viendo, y educamos a nuestros hijos así. Cuando le das a tu hijo un plato de “Patitas”, le estas dando muerte. Ni hablar de McDonald’s.


¿Te cambió como escritora ganar un premio de la magnitud del Clarín Novela?

Sí, claro. No me cambió a nivel creativo y en producción: no soy mejor escritora por haber ganado un premio. Además, no es el primero que gano, tengo más de treinta ganados. Sí éste es el de mayor visibilidad. Pero, por ejemplo, el premio municipal es muy prestigioso y te da hasta una renta de por vida. Sinceramente, no me creo más por haber ganado el premio, pero lo bueno es que ahora puedo llegar a todo el país. El hecho de que te lea gente en Bariloche – como me ha pasado - para mí es maravilloso. Se trata de eso en realidad. Como escritora quiero que me lean, ya pasé la etapa donde quería que me leyera solo mi abuela. Ya está, sino no publicaría ni me presentaría a concursos. No haría nada más que escribir en mi casa y punto. Lo que te cambia, sobre todo, es publicar en una editorial como Alfaguara. Antes había trabajado en editoriales muy chicas. Y de repente ahora trabajo con un corrector. Lo que sí, publicar en las anteriores editoriales me dio un montón de experiencia, me posibilitó prensa, de otra manera ésto lo hubiera vivido con mucho más estrés, porque hay que aprender a dar entrevistas: a salir en la tele o en la radio. Te da una exposición con todo lo positivo y negativo que tiene eso. Y así, también, se abre un abanico de grandezas y miserias humanas.

Además, te pone en la expectativa tanto del mercado como de los lectores para que escribas algo de igual o mayor éxito al de Cadáver Exquisito.

Seguro. No sé qué surgirá. Por ahí este vaya a ser mi único libro bueno, y yo igualmente voy a estar feliz. Pero uno siempre busca escribir mejor, lo hice desde que empecé, no a partir de ganar el Clarín. Fueron muchos años: soy lenta, trabajo mucho las ideas, investigo. Por ejemplo, para la escena de sexo de Marcos con la carnicera, que serán dos o tres páginas, leí Lolita de [Vladimir] Nabokov, El traductor de Benesdra; releí La Sierva de Andrés Rivera y El Limonero Real de [Juan José] Saer. Todo eso para no caer en una escena porno o cursi.

Se nota en la novela que hay un conocimiento muy acabado de toda la industria de la carne, en especial del trabajo en los frigoríficos.


Para eso investigué mucho: videos, manuales de maquinarias, muchos institucionales. Había, entre ellos, un video tremendo donde mostraban cómo se tenía que trabajar a las tripas, las blancas y las rojas. Sí, hay un video de tripas. Esos videos los vi millones de veces. Leí montones de libros, hasta una tesis de un autor colombiano que se llama Pensar Caníbal. Todo relacionado con la temática. Me empape de ese mundo casi en un año y medio. Todo lo que caía en mis manos sobre canibalismo y derechos de los animales lo iba leyendo. Y muchos amigos escritores me mandaban textos por WhatsApp en ese entonces.

¿Y se logra salir rápido de un universo de tal magnitud como el de la carne?

Salí más o menos. Me siguen cayendo textos. Una lectora que trabaja en el mismo edificio que yo me vino a ver a partir de leer la novela, y me pasó varias entrevistas a veganos. Yo sigo leyendo. Me empapo. Me pasó con el libro de Fernanda García Lao, Nación Vacuna. Al que llegué cuando ya me sabía finalista del premio Clarín. Mi novio lo vio en una librería y lo leí antes de ganarlo. Y así, como ese, siguen apareciendo hasta hoy cosas al respecto.





miércoles, 7 de noviembre de 2018

Margarita García Robayo: “Todos podemos ser monstruosos si nos miramos bien de cerca”



En su última novela, Tiempo Muerto, la autora oriunda de Cartagena retrata el rostro de un matrimonio desvencijado e indiferente, cuyo desamor pondrá en evidencia su confusión identitaria y la fragilidad de los roles familiares que debieron ocupar.

Ph: Eloy Rodríguez Tale


Es viernes a la mañana en la esquina de Martín Comodoro Rivadavia y 11 de septiembre, en el barrio de Núñez. Un puñado de mesas cuadradas se despliega a lo largo de la cuadra que rodea al restaurante Bandol. El estentóreo rugido de los autos por la avenida se amalgama entre las palabras con aroma a café de los allí presentes: hablan de la reforma previsional, de las vacaciones venideras, del paro general que nunca fue. En todo barullo hay siempre detrás una lógica porteña. Margarita García Robayo está sentada en diagonal a la ventana que da a la calle Vilela. Tiene puesta una remera negra y una vincha que cubre una parte de su pelo oscuro. Pide permiso para terminar de redactar las líneas de un trabajo en su portátil mientras la mesera acerca unas tostadas con mermelada de frutilla a la mesa. Hace menos de una semana volvió al país, luego de participar de la 31 Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FILG), un evento que contó con la presencia de 47 países y reunió a 700 escritores. Pero ella tiene en la cabeza la presentación del libro de cuentos de su colega María Eugenia Ludueña que dio cita en la tarde de ayer, donde pudo intercambiar impresiones más intimistas sobre las lecturas que vienen marcando el actual panorama latinoamericano, aquel en donde con seguridad figura su más reciente novela, Tiempo Muerto. Una historia hilada por un derrotero incesante: el de una relación diluida por el paso de los años; sostenida por la inercia de las costumbres y el poco oxígeno que emiten sus ocasionales pasatiempos. Atravesada, además, por la diáspora; por los sentimientos antagónicos y excluyentes hacia una patria que parece perderse en la memoria de dos solitarios padres, incapaces de mirarse por un instante a la cara.



El apego a la tierra

Durante el verano de 1922, Martín Heidegger decidió recluirse en una pequeña casa de madera en Todtnauberg, entre las montañas de la Selva Negra del sur de Alemania. Fastidiado por el ritmo del mundo académico, el pequeño espacio al que llamó Die Hütte (La Cabaña) le permitió al filósofo graduado en la Universidad de Friburgo hilar los conceptos latentes de la que sería su obra magma: Seind und Zeit (Ser y Tiempo). La cercanía de los aldeanos, el horizonte impoluto de Los Alpes y el dinamismo sacro del clima llevaron a un ya maduro Heidegger a repensar la idea de patria (Heimat), mundanamente asociada a los procesos históricos que conforman y dan pie a una soberanía nacional, para ligarla a un pensamiento meditativo, lejos del desarraigo provocado por el mundo tecnológico, cercana al origen, a lo esencial de la sencillez, al ser. No tan lejos del escenario planteado por el filósofo alemán, la instauración de los Estados Modernos y el impulso globalizador generaron, a escala mundial, un cuadro de crisis profundo en la relación entre identidad y espacio, muy propia del sentimiento de patria. Los fervores nacionalistas, los conflictos territoriales y el incesante flujo migratorio han ido deshaciendo la idea de “pueblo” para conglomerar a los pares bajo fronteras simbólicas de comunidad: residentes desnacionalizados; oriundos de ningún lugar; abroquelados a la nostalgia y al recuerdo fragmentado de una historia que desde hace tiempo llevan consigo a cuestas, como la sombra de lo que alguna vez fueron, y adonde sus pasos los quieran llevar.

En Tiempo Muerto (Alfaguara), Margarita García Robayo expone el carácter relativo del ideal patriótico en un matrimonio extranjero resquebrajado, envuelto en su propia inacción. Allí, acorralados por un desconcierto identitario, Lucía y Pablo serán víctimas de sus propias mezquindades y arrastrarán con ellos, en un espiral regresivo, a sus dos pequeños hijos, espectadores de privilegio de la violenta rutina de la indiferencia.



El saldo del tiempo acumulado

Pablo y Lucía en algún momento se amaron. El desgaste del vínculo, la atención sobre sus hijos y las diferencias ideológicas fueron ensanchando una distancia irreconciliable. Pablo y Lucía ya no se aman, pero no pueden separarse. El tiempo corre detrás de ellos, como una marioneta inanimada, incapaz de brindar un mínimo esbozo de conexión entre sus cuerpos. Los ultraja, los asola, los empuja a deseos efímeros; a repensar su lugar en el mundo. “Ella necesitaba vivir en un lugar donde la mayoría de cosas estuvieran resueltas por otro: una cadena de otros que, de un modo casi accidental, la incluía. Pablo, en cambio, extrañaba el vértigo, la agonía de lo intransitable. Las calles rotas, la brisa virulenta, los peces muertos a la orilla del mar. La supervivencia tortuosa del individuo sobre la especie”. Socorridos por Cindy, la empleada doméstica de sangre latina que logra estrechar el lazo afectivo que ni la rigidez de Lucía ni la desidia de Pablo han podido conectar con sus hijos: Tomás y Rosa, la atmósfera en New Haven se cargará de prejuicios de clase y destrato, que pondrán en perspectiva el abismo que carcome al estereotipo de familia que años atrás pensaron construir. En ese tiempo, putrefacto, como una bola de sebo, Pablo y Lucía merodean, como sonámbulos, tanteando la tibieza de un afecto pasajero; revisando sus raíces entre las espigas de un territorio todavía ajeno; buscando el gesto pasajero que les permita comprender que su camino se ha bifurcado hace tiempo.



Estamos en una era en donde el sentido de familia tipo, tradicional, ha declinado en pos de otras formas de conformación alternativas, ¿La relación de Pablo y Lucía, y el vínculo con sus hijos, es una expresión de ello?

Lo que me ha interesado en casi todos mis libros fue pararme en un lugar de supremo escepticismo sobre lo que está instalado. En este caso, la familia es la composición natural en la que están engranadas estas personas, pero hay un montón de cosas al interior de esa composición que también están puestas en crisis. La familia es un concepto anacrónico, también problemático. Creo que toda conformación de más de dos personas que se eligen ya es problemática; los vínculos son el caldo de cultivo para la expresión de la condición humana que a mí me llama la atención narrativamente, como el extremo individualismo y la incomprensión. Casi todos los libros contemporáneos tratan la incomprensión entre unos y otros. En lo que refiere a Lucia y Pablo, muchas veces ni comparten siquiera un mismo campo semántico: intentan hablar de una misma cosa y no lo logran, por ejemplo, cuando discuten sobre la novela. Ella le termina diciendo algo que pensó sobre cualquier otra cosa menos sobre lo que leyó. Si bien esto puede ser un extremo de la falta de entendimiento, hay ejemplos puntuales, todos los días, de esa incomprensión. De hecho, quería usar la familia – aunque quedara demodé – para hablar de todos estos temas: las pequeñas implosiones cotidianas que se dan. Ya ni siquiera es el fracaso, más bien es el “posfracaso”. Hay toda una generación de escritores contemporáneos que nos estamos ocupando de hablar muy específicamente de las cosas del mundo que salieron mal. Nosotros lo vivimos no como un fracaso sino como el resultado de un sinnúmero de ellos: proyectos familiares, sociales, afectivos. Estamos en ese punto, queriendo indagar sobre ello.

¿Las nuevas corrientes literarias apuntan a poner el foco sobre ese tipo de fracasos o fisuras?

Me da la impresión de que sí. Es más, vengo de la Feria del Libro de Guadalajara donde estuve en una mesa con varios escritores contemporáneos, y leyendo en sus libros no me encontré con muchas cosas similares: ni tópicas ni estéticas. Por eso, cuando intentan decir que hay un nuevo movimiento, a mí se me hace difícil pensar amalgamar las coincidencias estéticas y formales entre los libros. Lo que sí noto es una mirada fuerte puesta sobre lo que está mal en nosotros: en los vicios, los fallidos, y en el producto que somos de ese fallido. En las generaciones anteriores, si nos remontamos al “boom”, había una ambición mucho más grandilocuente: se creía que la literatura podía explicar muchas cosas del mundo. Y la literatura pretendía entender el mundo, tratar de mostrarnos cómo era el futuro. Tenía también que ver con un espíritu de época: había cierta esperanza en que existía un modelo del mundo hacia el cual todos podíamos dirigirnos. En este momento eso no existe, hay un gran vacío, un hueco negro. Y todos estamos mirando lo que nos está pasando. Pero no se trata solo de los que hacen realismo o marcan nuestro tiempo a través de la literatura, sino incluso de quienes se imaginan universos futuristas. Hay un escritor que es muy bueno, Martín Felipe Castagnet, cuyos dos libros son como ese “posfallido”; lo que quedó después de haber fracasado en todo.

Hay un diálogo central en Tiempo Muerto, donde se discute el uso del concepto de patria en la novela de Pablo. Lucía en pos de ganar la discusión le dice que “la patria es aquello que uno se lleva consigo”. ¿Es una máxima que sigue por detrás de toda la novela y sus personajes?

Lo que me interesó en la novela fue echar un poco de duda, escepticismo e incredulidad sobre lo instalado. Uno de los grandes temas – que había estado orbitando en mis libros desde el principio – es la patria. También la pertenencia y la identidad. En Tiempo Muerto está muy en primer plano: hay una discusión constante entre ellos, donde él es un poco más arraigado y melancólico; y ella no reconoce pertenencias. En esa discusión, que es de por si capciosa, lo que ella dice es que “la patria es eso que se muda contigo”. Es una forma de simplificar el concepto; de decirle, ¡Déjate de joder!, ¡Basta! Confórmate con esto que tienes, que es suficiente. La idea del libro es en parte eso. Sobre el final, aparecen una serie de reflexiones de ella donde habla de la necedad de querer retener momentos frescos para siempre. No entender que lo que uno tiene quizás esté frente al otro. Y eso es todo, pretender más ya es demasiado.

La relatividad del concepto de la patria se ve en Cindy, la empleada del matrimonio, una señora nacida en Estados Unidos pero muy conectada con sus raíces latinas. Muy en contraste con Lucía, quien se ve muy ajena a esa forma de ser.

Sí, la patria siempre es algo relativo. Hay tantas patrias como cabezas. Para mí lo esencial en ese tópico dentro del libro tiene que ver con la construcción de la identidad y de la pertenencia que, en realidad, es cada vez más maleable. Es difícil de singularizar. El problema con la identidad empieza cuando se la quiere singularizar; cuando se pretende convenir de una sola parte. Siempre se es de algún lado, uno no puede no ser de ningún lado. Lo que no sabes nunca es adonde perteneces, porque eso puede ir cambiando.

El conflicto con la pertenencia es algo que habías trabajado en profundidad en los cuentos de Cosas Peores: en “Sopa de pescado” o “Como ser un paria”. Personajes que no se hallan, ya no en un lugar sino en un territorio afectivo.

Desde mi primer libro vengo interesada en tocar el tema de la pertenencia. En mi caso particular: me fui de mi país, estuve en muchos lugares. Es algo que claramente me atraviesa.

¿La relación que Lucía ve entre sus hijos y Cindy pone en vilo el lugar que ella ocupa en la maternidad?

Tanto Cindy como Lety - la tía de Pablo - cumplen una función. Lo que quise hacer en la novela, en parte, es el retrato de una clase muy particular: una clase latinoamericana; un sector medio con acceso (personas que manejan becas, que es algo muy colombiano a su vez), que tienen la posibilidad de irse a estudiar a otro lado. Además, es una clase a la que le resultaría incomprensible no contratar servicios: la niñera que le cuida a los chicos; la señora que limpia la casa. Es un elemento muy importante porque, además, cumple con otro de los temas como es la maternidad. Ahí se ejerce una maternidad sustituta: gente que ocupa el lugar que otro no puede por estar confundido, no saber cómo hacerlo o por la razón que fuere. Entonces, Cindy es quien le pone el dedo en la llaga a Lucia. Y ella es consciente de eso, piensa que esa mujer es capaz de reconfortar a sus hijos mejor que ella.

Hay una temática muy presente en toda la historia que es la de la inmigración. Se ve en la actitud discriminatoria de Tomás, en la necesidad de Lety de disociarse de sus orígenes y en los reproches de Lucía a Cindy. ¿Cuánto atravesó a la historia la discusión sobre inmigración en Estados Unidos y el discurso de Donald Trump que tuvo rebote incluso en nuestro país?

En Tiempo Muerto específicamente hay una especie de sentencia no escrita, pero creo que a nadie le gusta ser inmigrante. Nadie quiere esa condición. Es muy antinatural. Se dice que cada vez estamos más globalizados, pero es mentira. Cuando uno llega a un lugar no siendo de allí, y trata de enraizarse, siempre hay obstáculos que te recuerdan todos los días que no perteneces ahí. Esa alarma de la no pertenencia es muy incómoda y difícil de acompañar. Por eso la tendencia de casi todo el mundo es la de “normalizarse”. Una vez en una entrevista me preguntaron qué era lo más difícil del haberme ido de mi país, y yo expliqué lo que me pasaba al principio con el humor: cómo entender los chistes de otro lugar, que es algo que se vive en el día a día y que es sumamente difícil para quien no los tiene incorporados. Entonces, la condición del inmigrante es muy complicada. Y uno tiene la alternativa, como es el caso de Lucía, de normalizarse: hacer de tu casa una más en el resto de las cuadras, o de rebelarse y tratar de buscar un lugar propio. Además, cuando uno deja su lugar también sucede algo increíble al poco tiempo: dejaste de ser de allí. Cuando vuelves, estas en una especie de limbo. No sabes bien de dónde eres.

No terminás siendo ni de donde llegaste ni tampoco del lugar que te fuiste.

Acá nadie podría decirme que hablo argentino. Todo el mundo me pregunta de dónde soy apenas me conoce. Pero en Colombia, cuando llego, se sorprenden de que hablo como una argentina. Me dicen que no me queda nada del colombiano, aun cuando yo me doy cuenta de que sí lo tengo. Por eso una de las elecciones narrativas que hice en Cosas Peores fue la de no nominar los lugares donde suceden las historias. Son cosas que podrían suceder en cualquier ciudad latinoamericana, pero nunca digo cuál.

Más en la mirada norteamericana, donde parece haber una simplificación de esa inmigración en la figura del “latino”.

Exacto, esa es otra cuestión. Para los norteamericanos de origen europeo todo les da igual. Esa fue un poco la intención que tuve ni bien llegué acá, cuando trabajaba en el blog de Clarín, Sudaquia. Que era un nombre para nominar el lugar donde viven los sudacas bajo la mirada europea. Por eso la cuestión de la inmigración y la no pertenencia están muy presentes en mis libros. Me interesan desde lo personal.

Las columnas sobre “la mujer” de Lucía en la revista donde escribe más que abordar las luchas del feminismo terminan pareciendo sobreactuadas, casi de queja y reproche hacia su marido. ¿Puede leerse como una advertencia de que ciertas temáticas volcadas en el mercado corren el riesgo de terminar siendo vaciadas y orientadas hacia un lugar muy distinto del que pretendían mostrar las minorías?

Puede ser. Lo bueno de terminar y publicar un libro es que las lecturas de los otros te siguen sumando sentidos. Uno nunca sabe bien qué es lo que quiso hacer hasta que alguien te lo marca, y tú dices “sí, es cierto”. En cuanto a las columnas de Lucía, lo que me interesaba era describir este tipo de personajes que tengo tan vistos y conozco tan bien; estas personas que hacen residencias en Estados Unidos, que se mueven por allí. Y hay un tipo de mujer en particular: que lleva las riendas de su casa; sobre educada (si se quiere); que parece estar en cierta forma empoderada, pero al mismo tiempo se ve muy contenida a los distintos roles que tiene que asumir en la vida (madre, esposa). Y hay cosas que se confunden, básicamente por el intento de atravesar todos los momentos de su cotidianidad con el discurso ideológico. Entonces, he visto discusiones ideologizadas profundamente frente a la confección de una carpeta o, como en la novela, el ejemplo de la hija llevando a casa un dibujo que hizo en el colegio, y cómo Lucía empieza a elucubrar sobre inclinaciones e identidad sexual a partir de eso. Y no era más que un dibujo de una mujer con tetas. Estas situaciones las conozco, es un tipo de mujer que existe y está muy confundida. Mi marido usa una expresión muy buena que yo suelo repetir: “se te pegan los caramelos”. Es como si al hablar de cualquier cosa se hiciera uso del discurso ideológico o académico, y es muy difícil avanzar en ese atolladero. No podríamos vivir si todo estuviera atravesado por ese discurso. Y Lucia, a través de sus columnas, sus discusiones domésticas y el modo en que se comporta con sus hijos, está demostrando todo el tiempo una tremenda confusión entre lo que tiene en la cabeza y lo que tiene desde su materia más sensible.

¿La distancia entre Pablo y Lucía se ensancha a partir de que ellos empiezan a sacar afuera muchas de sus concepciones reprimidas por el bien de la familia y de las buenas costumbres a las que estaban habituados?


Todos venimos con algo, sean vicios o lo que fuere. Cuando me dieron a elegir la tapa del libro en una editorial colombiana, yo aclaraba que quería poner algo que ilustrara una escena donde todos estuviesen puestos en una especie de prisma, un invernadero cerrado. Allí realmente podía pasar cualquier cosa. Esa exposición de uno frente al otro te puede convertir en un monstruo. Eso de poner una lupa sobre la conducta ajena es lo que hacen muchos matrimonios que se terminan destruyendo, porque todo visto de cerca parece monstruoso. Todos. Por eso Tiempo Muerto era una manera de mostrar cómo todos podemos ser eso si nos miramos bien de cerca. Alguien me marcó que no había golpes ni grandes tragedias en el relato, y justamente lo más jodido de la pareja es que podríamos ser nosotros, con muy poca ayuda, con solo un empujoncito menor.

Mucha de la comunicación entre el matrimonio se da vía Skype, y eso, desde el punto de vista del narrador, muestra el grado de desolación que tiene cada uno de ellos.

Lo del Skype es muy curioso. Yo he tenido conversaciones con amigos sobre esas escenas en particular. Si bien tengo hijos muy chicos aun, hay muchos casos de hijos que se van y que cuando los tienes allí en la pantalla es muy difícil la comunicación. Es difícil que te digan lo que quieres escuchar; establecer un vínculo de comunicación normal frente a una pantalla. Y termina siendo el modo más habitual de comunicación que tenemos últimamente. Cuando viajo tengo casi todo el tiempo encendido el teléfono por si alguien me quiere decir algo, y así puedo saber lo que están haciendo, con quienes juegan; soy como un observador externo de mi propia familia. No digo que sea mejor ni peor que otra comunicación, sino que es una expresión muy sintomática de la incomprensión. Hay una escena del libro donde Pablo está frente a los chicos y no sabe bien qué decirles. Eso es algo que remarco: cómo las ganas se diluyen al momento de concretar lo expresado en un dispositivo. Si bien no está dicho en el libro, es una historia muy contemporánea que solo podría existir en un momento como éste; en estas formas de interacción tan distintas a las que teníamos antes. La novela está asentada bajo un dialogo fallido, pero más allá de eso, hay muy pocos diálogos reales. Todo está atravesado por pantallas. Y hay algo que hacen las redes, además, como se ve en el caso de Lucia y sus columnas, que es hacerte ver un mundo muy parecido a lo que vos pensás. La gente que te sigue, tus amigos del Facebook, tu entorno; todos piensan como yo. Parece hermoso. Pero cuando sales al mundo, no es así.

Se construye una esfera de pensamiento con el entorno donde uno se siente cómodo.

Si, que no es representativo en lo más mínimo. Si así fuera, por ejemplo, el aborto sería legal, porque no tengo ni una amiga que esté en contra de ello. Es todo muy engañoso, cruel. Te da una imagen del mundo totalmente contraria a lo que vos pensás.

Hay algo muy curioso que es el narrador, que aparece muy involucrado en la trama, incluso adjetivando sobre muchos de los personajes que aparecen, como con Cindy o el jefe de Pablo.

Es que es un narrador en tercera persona pero que alterna puntos de vista. En una parte es el punto de vista de Pablo y en la otra el de Lucía. Al ser el punto de vista de cada uno de ellos todo lo que se dice viene de la óptica del protagonista. Cuando Lucia está mirando a Cindy y ve que se comporta de forma vulgar, es Lucia la que está atribuyéndole ese adjetivo. Un poco lo que quería hacer con esto – que es finalmente uno de los rasgos característicos de la novela – es hacer sentir una especie de batalla. Mostrar al matrimonio como un campo de enfrentamiento, de allí los puntos de vista. De esa manera, los mismos episodios cambian mucho según la visión que se tome. Otro de los temas que busque trabajar fue el tema del tiempo, en todo sentido. Los capítulos remiten hacia atrás, no están situando el presente; son como episódicos, como recuerdos que arman una cronología. No hay una sucesión lógica, surgen al mismo momento en que el personaje se acuerda, porque es el modo en que creo uno recuerda las cosas. No por el orden temporal sino por el impacto que tuvieron.

Respecto de tu obra, se te suele mencionar dentro de la llamada literatura latinoamericana, como si fuera una gran masa de autores asociados. ¿No termina siendo perjudicial para la propia literatura latinoamericana esa recurrente generalización?

Sí, creo que cualquier etiqueta es perjudicial. Al momento que ponés una etiqueta estás simplificando. A mí me pasa con la literatura latinoamericana, la literatura femenina, la literatura joven. Hay un montón de etiquetas posibles atribuibles a lo que uno hace. Las etiquetas no sirven porque no hay nada que se parezca a lo otro. Lo que pasa en este momento, es que falta una distancia histórica para tomar perspectiva sobre qué es lo que se está haciendo ahora. Estamos muy in situ como para poder analizarnos unos a otros. Leo mucha literatura contemporánea porque me interesa ver qué están haciendo mis pares; además, por vivir afuera me interesa seguir lo que pasa en mi país; en México, que es un lugar muy cercano para mí; en Chile, donde suelo publicar. Siento que no es solo injusta la forma de aglutinar escritores sino también falaz; no veo muchas cosas parecidas. Hay una gran diversidad estética y formal, hay muchas formas de escritura. Y eso es súper enriquecedor. Lo que si veo en común – si bien me puedo equivocar porque faltan muchos años para saber lo que pasa ahora – es una diferencia respecto del boom, donde había un gran territorio semántico que les permitía a los autores hablar de su país y de Latinoamérica, como en La región más transparente de Carlos Fuentes o Conversaciones en la catedral de Vargas Llosa; todas novelas muy enraizadas. En cambio, ahora, hay una suerte de desentendimiento de la geografía bastante claro, y una avanzada sobre el territorio de lo psicológico, de los traumas, los vicios y todo lo que nos pasa como sociedad. Hay un regodeo sobre lo fallido.

Hay una frase del mexicano Jorge Volpi que dice que después de Roberto Bolaño ya no se puede hablar de “literatura latinoamericana”.

Sí, pero de un modo muy distinto a cómo lo habían hecho los anteriores. Fue uno de los que rompió. A partir de Bolaño ya hay otra cosa. Yo empecé publicando en España, y alguna vez salió una reseña que decía que no era reconocible mi “caribe colombiano”, porque era diferente al que todos tenemos en la cabeza proveniente de García Márquez. Entonces, era poco verosímil que fuese verdaderamente el caribe. Ese caribe al que ellos le daban entidad, el místico, es otro caribe. Yo viví otra experiencia, otra época totalmente distinta.

Alguna vez dijiste que te considerabas una escritora artesanal, ¿a qué te referías con ello?

Quizás porque lo que más me gusta de escribir es la parte en que escribo. El momento en que te sientas y empiezas a elegir frases, imágenes y haces uso de la corrección. Tengo una buena amiga que es Mariana Enríquez, que alguna vez dijo que un cuento es aquello que se te ocurre un día y lo escribes. Y yo me quedé pensando, porque tardo mucho en escribir un cuento. Pero claro, la idea sí se te ocurre en un día, después lo que empieza a suceder es la corrección; darle forma y forma, hasta que te queda lo esencial de lo que quieres decir. Para mi esa es la escritura. Hay un momento en que ya tienes algo escrito, pero eso no es nada, a partir de ahí tienes que darle forma, moldearlo. Por eso hablaba de artesanal, porque es como si agarraras un martillito para darle forma a una piedra toda rugosa. Y lo que queda, finalmente, puede parecerse muy poco a la idea original, Esa es la parte que más me gusta.


Aun estando en la Argentina desde hace más de una década, ¿te seguís sintiendo una escritora extranjera?

Sí, me siento una escritora extranjera donde vaya o esté. Lo hablo con otros autores, es muy usual que ahora uno se vaya. No es tan difícil como antes que costaba mucho trabajo. Ahora todo el mundo se va, permanece, vuelve. Y donde uno va termina repitiendo las preocupaciones de su origen: ¿De dónde vengo? ¿Cuál es mi condición? ¿Qué me hizo lo que soy? Es difícil desprenderse de esas preocupaciones narrativas y, además, hay que incorporar las preocupaciones del nuevo lugar. Quizás, recién ahora me está pasando de preocuparme por lo que pasa acá. Habitualmente mi materia prima es alrededor de un entorno muy cercano, no es una crónica ni un calco de lo que me pasa, pero si es lo que me preocupa y estimula. Ahora, después de tener hijos, hay un caldo interesante que me atraviesa sobre la relación de padres e hijos y el entorno infantil. Pero tendrá que pasar un tiempo, tendré que procesarlo. Tal vez eso sea lo primero que pueda incorporar del lugar en donde vivo y menos de dónde vengo.




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