En
su última novela, el autor de Kryptonita, nos abre las puertas de un
policial sanguíneo y vertiginoso, un western urbano que enfrentará
el destino de dos viejos amigos marcados por la venganza y el
desarraigo familiar.
Ph: Lucía Martínez |
El
acto de traición, a lo largo de nuestra vasta historia universal,
encarnó los rasgos más viles de la naturaleza humana: El beso de
Judas Iscariote a Jesús de Nazaret en el Huerto de Getsemaní
durante el año 33; el magnicidio del emperador Julio César,
elucubrado por Casio Longino y Marco Junio Bruto en el Senado romano;
incluso, el asesinato por la espalda de Jesse James, el bandido más
famoso de Norteamérica, a manos de Robert Ford, un insignificante
miembro de su banda criminal. La traición siempre estuvo detrás.
Pero, ¿es la traición un mero acto desleal? ¿Una posición basada
en el más puro egoísmo? ¿Un pecado tan pérfido como para llevar a
Dante Alighieri a ubicarlo en el último círculo del infierno? Por
lo pronto, no es solo eso. El barro de la historia - en el que cada
vez estamos más enlodados - nos ha hecho olvidar una de sus razones
de ser: el carácter disruptivo de su concepción. En su ensayo ¿Qué
es la filosofía?,
Gilles
Deleuze – junto a Félix Guattari – aborda la traición a través
de la figura del amigo, partiendo de él como un sujeto que permitirá
abrir las posibilidades del pensamiento. El traidor, para el
estructuralista francés, será aquel que, por la violencia inusitada
de su irrupción, arrojará luz sobre los conceptos: el traidor
devendrá distinto de lo que es o, en otras palabras, de los hábitos.
En esa línea, traición no es faltar; traición es trasgredir,
romper los mandatos de la tradición que tienden hacia el mutismo, la
paralización, inclusive la muerte. De esa manera, al menos
liberadora, lo ilustró Roberto Arlt en El
Juguete Rabioso,
a través de las palabras de Silvio Astier, tras delatar a su amigo
el Rengo: “Hace un momento me pareció que lo que había hecho
estaba previsto hace diez mil años; después creí que el mundo se
abría en dos partes, que todo se tornaba de un color más puro y los
hombres no éramos tan desdichados”. La amistad es, a riesgo de
interpelarnos, una traición en potencia. Aunque, para ser claros, no
lo es desde la agresión, sino desde la distancia de romper con las
ataduras de nuestra propia conformidad.
En
su nueva novela, Chamamé
(Random
House), Leonardo Oyola propone llevar el ring a la carretera para
batir en duelo a dos amigos que, hermanados en la complicidad del
hampa, pondrán en conflicto tanto sus aspiraciones intimistas como a
la memoria emotiva que el presente les arroja sobre sí, en pos de
sublimar, al costo que fuere, una vida destinada al abismo.
Chamamé,
revólveres y rosas
“Sálvese
quien pueda” fueron las últimas palabras que escuchó Manuel “El
Perro” Ovejero de su padre, mientras arreciaba sobre él una lluvia
de disparos, cuando apenas era un joven. Criado en la severidad y el
orgullo, el Perro fue guiado por las leyes que primaban las calles:
la de los puños y el oportuno desenfunde. Tras salir de prisión,
enajenado por la “mejicaneada” de su amigo y ex compañero de
detención, Noé “Pastor” Carabajal, un sádico criminal cuyo
anhelo más preciado es construir una iglesia evangélica, emprenderá
una búsqueda sin respiro por las rutas más peligrosas del país
para vengar el honor que su apellido representa, pero, también,
debido a que su naturaleza innata se lo exige cada vez un poco más.
Atravesada por la música como destellos simbólicos y, a su vez,
como estructura rítmica del texto (de Bruce Springsteen a Smashing
Pumpkins, de Miguel Mateos a Fabulosos Cadillacs); el olor del humo de
la Chevy coleando contra el pavimento; el arte de las armas
aprontadas como danza milenaria del crimen; el desenlace de la novela
de Oyola nos llevará a la triple frontera. Allí se dirimirá el
peso de las promesas y los límites morales de cada personaje. “Yo
te conozco a vos, Ovejero. Bastante. No sos un mal tipo. Sos lo que
tuvimos que ser”, lo apurará Noé a su amigo desde una afronta
existencial. La aparición del Pombero Vega – posible retrato del
Angel Eyes de El
Bueno, el malo y el feo
de Sergio Leone -, quien exige venganza por la muerte de su esposa,
convertirá al escenario en un spaghetti western, donde el triunfador
será aquel que consiga mantenerse en pie, aunque, internamente, ya
esté muerto desde hace tiempo.
Ganadora
del premio Dashiell Hammett a mejor novela policial en la Semana
Negra de Gijón (2008), y reeditada por primera vez en el país,
Chamamé
ofrece vértigo, efervescencia y comedia, con una mirada particular
sobre la amistad, que pondrá en duda, al menos, hasta qué punto
estamos dispuestos a defenderla, aun, en contra de nuestros propios
intereses.
…
En
una vieja entrevista, allá por 2008, con motivo de la edición de
Chamamé
en España, contabas la dificultad en poder mantener el argot con el
paso del tiempo, ¿crees que hoy la novela sigue teniendo la misma
actualidad que en ese momento?
Para
cuando la escribí corría la época final del 2000 y había cambiado
mucho la tecnología: los vehículos; la forma de escuchar música;
los celulares – algo que complica bastante la trama de los
policiales -; entre otras cosas. Respecto del argot, hay ciertas
referencias que sí han cambiado: hoy empiezan a tener preponderancia
en la calle canciones y ritmos distintos. En la novela, por ejemplo,
hay cero reggaeton. En ese tiempo recién estaba apareciendo, pero,
si la historia ocurriera hoy en día, en el “Mogambo” tendrían
que sonar un par de temas. No obstante, es un problema que afecta a
casi todos los libros. Lo cierto, es que no soy el primero ni el
único que va a escribir sobre la venganza, sobre todo de la traición
de un amigo, con el dolor que aquello significa.
Hay
un lenguaje tácito que se mantiene en la novela y se expone, por
ejemplo, en las situaciones donde ellos se presentan apoyándole el
revolver en la nuca a otro criminal o, incluso, cuando el padre del
Perro le exige pelear para defender el buen nombre de la familia. ¿Es
un idioma que responde a la ley de la calle?
De
lo que se está hablando cuando se hace referencia a criarse en una
zona como esa, es que hay que aprender a cuidarse solo. Ese capítulo,
el de ‘tate
quieto,
es muy autobiográfico. Mi viejo cuando lo leyó me dijo: “¿Vos te
das cuenta de que yo no hice eso feliz de la vida, sino porque no iba
a estar ahí para cuidarte cada vez que te tocaran el culo?” Todo
lo que pasó fue para que yo no permitiera que me pusieran un dedo
encima. Entonces, ese tipo de realidades, lamentablemente, siguen
existiendo. Es decir, soy feliz de no criar a mi hijo como un
“machito”; pero, así como me dolió en el alma que se haya ido
bien lejos de donde estaba, estoy contento de que no crezca en
aquella otra realidad. Era triste que pasara, pero no había manera
de poder controlar todo el día a los niños, encerrarlos en cuatro
paredes; tenían que salir y enfrentarse a la realidad que les había
tocado vivir.
¿La
necesidad de venganza del Perro con Noé responde al temor de ver en
él su posible destino como persona?
Lo
que me parecía interesante del Pastor era que, a medida que fuera
pasando la novela y en ella la persecución, estuviera cada vez más
humanizado y, por contrario, El Perro se volviera más monstruoso al
elegir la venganza; es más, la novela lo dice explícito: El Pastor
tiene la idea de abandonar la vida delictiva, pero El Perro, aunque
quisiera, no podría “ni a palos”, porque no sabe hacer otra
cosa. Él tiene mucho miedo de llevar una vida común, la vida en
pareja. Esos miedos corporizados son, por ejemplo, la muerte de su
suegro. Al Perro le es más fácil aceptar el día a día: la
consciencia de que puede morir a la mañana, a la siesta o a la
noche; a pensar en sostener una familia hasta el final.
¿Hay
un componente existencialista en el Perro en no poder parar de tomar
elecciones, a sabiendas de que le vuelven todas en contra?
El
Perro sabe que, de punto muerto a quinta, en menos de un kilómetro,
ya saldrá disparado a toda velocidad, y que después habrá tiempo
para frenar o lo que fuere.
Se
observa en el Pastor a alguien que ha adaptado los mandatos
religiosos a su propio estilo de vida, ¿hay algo en Noé del
personaje de Samuel L. Jackson (Jules Winnfield) de Pulp
Fiction?
Soy
muy fan de toda la iconografía de (Quentin) Tarantino y, en ese
aspecto, también lo veo desde mi lugar: he tenido idas y vueltas con
la idea de Dios, a veces creo y a veces no; de lo que estoy
convencido es de ser cristiano y no católico. No reconozco al
autoproclamado representante de Dios en la tierra, y no me resulta
una alegría tener de Papa a Jorge Bergoglio, y verlo como si fuera
(Lionel) Messi o alguna figura por el estilo. Todo lo contrario, veo
en él al que llamó a una guerra santa cuando surgió el matrimonio
igualitario. Mi idea de Dios es amor, por eso no comulgamos con los
mismos valores. Tengo, por otro lado, a una madre híper católica,
que sigue yendo a misa. Aunque ella misma, por la realidad de su
barrio, apoya el aborto; no se pone orejeras para acatar un dogma que
transmite una religión. Por tal motivo, lo que más me interesa
alrededor de la fe es lo personal; en el caso de Chamamé,
está encarnado en el Pastor Noé o El Perro cuando hacen los diez
“mandamientos del buen chorro”, obviamente, llevado a su modo de
vida, que es el necesario para que sigan adelante desde su lugar. Me
pareció correcto no adentrarme tanto en lo religioso como sí lo
hice en la saga de “La Víbora Blanca”: Santería
y Sacrificio.
En Chamamé
solo quedó en los titulares, incluso el encuentro de Noé con las
supuestas brujas pone en juego qué tipo de practica puede ser tan
fuerte para hacer revivir a un muerto. Para Noé y El Perro, su
ritual son los autos y las armas.
Más
allá de tantos guiños y símbolos a la cultura popular de los
ochenta y noventa, hay una referencia ineludible a la película
Calles de Fuego de Walter Hill, una especie de Rápido y Furioso de
1984.
Con
la saga Rápido
y Furioso
no pude empatizar al ver tanta computadora y tan poco amor por el
coche. Sin embargo, las últimas películas de los ochenta y
principalmente las de los setenta como La
Fuga del Loco y la Sucia,
Los
Locos del Cannonball,
y demás sagas, muestran lo impresionante de los autos. Hay un film
con Burt Reynolds que se llama Hopper,
el Increíble
en donde hay una escena de salto con un coche que es sumamente real:
el auto termina hecho pelota. Quería recuperar ese juego, lo no
perfecto; esa cuestión más sanguínea. Me pasó de pibe, al igual
que cuenta El Perro en la unidad penitenciaria, de ver Calles
de Fuego
en el “Mundo del Espectáculo” en Canal 13 y quedar con la
sensación de haber visto algo diferente, pero sin saber exactamente
qué. Era como algo actual, pero con anhelos futuristas; estaba el
rock’n roll de los cincuenta, pero estando en los ochenta; el
western,
pero sin caballos. Eso era alucinante. Luego, trabajando con
(Alberto) Laiseca, volví a revivir aquello que en mi infancia más
me marcó, y Calles
de Fuego
fue una de las películas que más miré. Cuando apareció el VHS y
pude escuchar la voz original de los actores, me sentí maravillado.
Una
de las particularidades de la novela es que la música marca el paso
del tiempo de los personajes. ¿Por qué decidiste optar por las
canciones y no por el detalle político para contextualizar?
Siempre
todas las decisiones políticas se toman en una esfera que, de
entrada, impacta a la clase media y baja. Sin embargo, la clase baja
no tiene siempre las herramientas para analizar qué es lo que le
está pasando, porque su prioridad es otra: sobrevivir. Así como El
Perro piensa en el día a día, el trabajador también. Ellos pueden
ser el brazo armado del político y, del mismo modo, cortarse solos.
En este caso, lo político no tenía lugar porque lo que quería
contar era la traición más dolorosa, la de un hermano o un amigo.
La traición política es como la del encantador de serpientes:
confiar sabiendo que estás metiendo la mano en un nido.
¿Cómo
se explica la relación con Julia, a quien conoce siendo niña y con
la que va construyendo una relación en los espacios de tiempo en que
no está detenido?
Mientras
Julia fue niña, él no la vió más que como tal. Su historia me
sirvió para hacer la elipsis y poder contar el tiempo que ellos
cumplieron condena, asimismo, lo importante que es para alguien
privado de su libertad una posible recepción afuera. Muchas veces se
cae en prisión por una equivocación, pero en otras se da por la
falta de los medios económicos para zafar de ello. Muchos de los
privados de su libertad, además de cortar vínculos, se alejan de la
familia. Por eso, la esperanza de verla a ella fue la única
redención que encontró El Perro, que coincidió con una Julia que
se estaba convirtiendo en mujer y tenía sus primeras experiencias de
vida. Desde una forma epistolar, El Perro se fue enamorando de ella,
alentándola a que siga con su vida. Él de verdad le deseaba
felicidad, con gestos mínimos que en realidad eran enormes.
Diferente
fue el caso de Mariela, quién dejó de prestarle atención al Perro
luego del incidente con el padre en la Vuelta al mundo.
Julia,
si bien era una piba avivada, nunca lo vio en acción al Perro. Y él
siendo chico, en la “vuelta al mundo”, expone ante Mariela todo
lo oscuro que tenía para dar, muy lejos de ese niño con el que ella
se tiraba besos.
¿Es
la traición el sentimiento que corre siempre detrás de toda la
novela?
Lo
es, sin duda. Hay un escritor que admiro mucho, Irvine Welsh, al que
llegué luego del furor por Trainspotting.
Hace
poco me negaba a ver la segunda parte del film, tenía miedo; además,
había leído Porno,
que sucede diez años después y no veinte como en la película, y
pensaba en la diferencia entre lo que había sido y es hoy la
industria del porno. Igualmente, la miré como si fuera un largo
poema, y hay una parte que es el leitmotiv de todo que se dice en
ella: Todo
empieza con una oportunidad, y esa oportunidad lleva a una traición.
Claro, es verdad, porque esa oportunidad tienta a realizar algo
nuevo, es la insatisfacción. Desde algo que puede parecer chico y
aun así cambiarte la vida. Chamamé también nace de una traición:
estaba en un laburo que terminamos perdiendo unos cuantos, sin
embargo, otros obtuvieron cargos jerárquicos. Nuestros jefes nuevos
eran los villanos invitados y ni siquiera eso. Lo cierto es que eran
compañeros con los que había sido muy amigo, hasta incluso con
vínculos de padrinazgo. Pero reinó el sálvese quien pueda. Esa
canibalidad por salvar tu quinta, eso fue lo que quise contar, y de
una manera extrema.
La
novela tiene un vértigo muy particular que parece identificarla con
una road
movie,
aunque, un buen tramo de ella, no ocurra arriba de un vehículo. ¿Ese
ritmo es por la música que marca el tono o por la vida al límite
que viven los protagonistas?
La
música está presente en todo lo que escribo y eso marcó el pulso
en cualquiera de mis novelas. Siempre sentí que Chamamé tenía que
ser híper frenético en el comienzo y también en el final, pero en
el medio debía estar esa pausa necesaria, tanto para conocerlos a
ellos como para que se pudiesen reencontrar. Me gusta el western,
y siempre lo pienso, es más, la mayoría de mis novelas terminan en
duelo. La diferencia con Chamamé es que fue más pensada como
spaghetti
western
y, además, con la inclusión del duelo mexicano que suele ser de a
tres. En el duelo, El Perro, debe aliarse porque sabe que es la única
manera que tiene para salir vivo de allí. La alianza no solo es una
estrategia como parte del arte de la guerra, El Perro sabe que en
algún momento fueron como hermanos, entonces, hay ahí una memoria
emotiva. Y eso es lo que más me atraía de ese capítulo. La manera
en que se buscan para quedar espalda con espalda es armónica: se
protegen, se cubren, avanza uno, el otro toma la posta; ni hablar
cuando logran llegar al auto y comienzan el trance de la ruta. Lo
mejor fue que para cuando estaba escribiendo esa parte ya los conocía
bastante a los dos.
En
buena cantidad de notas respecto de tu escritura se te ubica dentro
de una categoría denominada “marginal” o del “conurbano”.
¿Cómo te llevas con ese tipo de etiquetas?
Soy
el primero al que le choca el término conurbano, porque parece una
generalización de alguien que lo mira desde la capital. Puede que
haya una sensación de deja
vu con
el que es de zona sur, del oeste o el barrio que sea, sin embargo, el
conurbano es híper territorial, no se puede comparar Bernal con
Isidro Casanova. La denominación “primer, segundo o tercer cordón”
resulta más una necesidad sociológica que otra cosa. Por eso,
cuando te mencionan a la “literatura del conurbano” te choca, es
verdad, pero sí entiendo que funciona como marco teórico para poder
analizarla. La mayoría de los temas que se tocan hoy en las obras
son desde finales de los noventa hasta todo el recorrido actual del
siglo XXI. Lo que me solían decir los editores era que no me
presentara como un escritor de policiales, porque era una manera de
encasillarme. Y yo no hacía policiales, hacía literatura. ¿Qué es
literatura y qué no? Los que escriben novelas románticas, y tienen
la suerte de que les vaya muy bien, también son literatura. El
lector es el que elige qué leer y que no, lo demás son etiquetas
para ubicarte en el mapa actual de la literatura.
Venías
desde una línea de escritura más identificada con la novela negra,
sin embargo, con Kryptonita
hubo un cambio de paradigma en tu obra, ¿cómo lo ves hoy a la
distancia?
Fue
lindo, porque los lectores de la editorial le hicieron informes muy
fuleros a Kryptonita.
De hecho, estoy contento con todo lo que banco a la novela la
editora. Por un lado, la crítica la trató muy bien, pero además el
público también. Me alegró que se quedaran con la visión de ellos
como héroes y no con la del médico que, debido a los cocteles que
venía consumiendo desde hacía cuatro días, podía haberlo
alucinado. Creí que la interpretación iba a estar dividida, pero la
mayoría eligió la opción de los súper héroes. Y eso es ideal en
una obra: que logre esa vida que va más allá de las intenciones de
uno como autor.
¿Cómo
se hace para escribir después de haber vivido un furor tal como el
que significó Kryptonita?
Te
afecta y puede que te paralice también. Desde hacía rato venía
escribiendo Ultratumba,
pero llegó un momento en que me di cuenta que tenía que parar,
celebrar el proceso de Kryptonita, y cuando terminara todo eso, sí,
volver a Ultratumba. Ahora, además, la editorial me lleva a todos
lados. En el caso de Chamamé,
era un libro esperado por el recibimiento que había tenido en Europa
y por el hecho de no poder conseguirse acá. Quizás Ultratumba, o lo
que venga después, no tenga la misma repercusión, y me parece que
es responsabilidad propia hacer todo lo posible para no estar
pendiente de ello. Pero, en verdad, es difícil. Hay periodistas
culturales que me han dicho “ahora podés escribir la obra de tu
vida y, por deporte, te van a venir a pegar igual”. La nota pasará
a ser que escribas algo malo o que no estés a la altura. Son las
reglas del juego. Desde mi lugar, trato de no perder la libertad y
las ganas que tengo con lo que hago. Es obvio, quisiera que a todos
mis libros les fuera como Kryptonita, es importante para poder
dedicarte a esto. Pero mis búsquedas no son siempre las mismas; sé
que en algún momento voy a querer contar otras cosas, tal vez
difíciles de digerir, y eso no necesariamente puede tener una
aceptación masiva como la tuvo Kryptonita.
Desde
hace algunos meses surgió el debate en distintos espacios sobre las
condiciones que ofrecen las editoriales más independientes y la
posibilidad de establecer algún tipo de marco regulatorio al
respecto. Vos que, si bien hoy laburas con Random, has publicado en
editoriales más pequeñas, ¿cómo tomaste la discusión?
Es
un tema complejo y, a la vez, muy personal. Si pude vivir en un
momento determinado de mi literatura fue porque cuando me dije “me
voy a dedicar a escribir” estaba en unas condiciones paupérrimas,
acostumbrado a vivir con muy poco. Entonces, sí, una editorial
grande te hace un contrato, te paga un anticipo; pero las editoriales
chicas no van a poder conseguirte eso y tampoco se lo podés pedir.
Una editorial pequeña no puede hacer un contrato calcado de una
multinacional. Aun así, lo remarco: es una cuestión personal. Lo
que me parece ya de mala fe es agarrar una opinión pública y
utilizarla para eclipsar, por ejemplo, lo que pasó con la Feria de
Editores Independientes, que fue un boom, y es muy necesaria en estos
momentos de recesión. Como autor soy consciente de quién me acostó
y con quien me acosté (…) No todas las editoriales son lo mismo, y
hay que apostar por las editoriales independientes.
Pasaron
muchos años de tu laburo en los talleres de Alberto Laiseca y, en el
medio, has escrito varios libros. ¿Seguís reconociendo en tu prosa
todo aquello que trabajabas con él?
Sí,
todo. Incluso él mismo cuando laburábamos las consignas, en algún
momento de charla, me decía: “Lo importante es que usted siga
escribiendo” o “piense si de verdad quiere seguir el texto por
acá”. Por eso, siempre está presente. Y si estamos acá hablando
es porque yo fui al taller con él.