Publicada originalmente en Revista Kunst
El
escritor argentino radicado en España plantea en Fractura,
su retorno a la novela tras Hablar
Solos, los dilemas
geopolíticos alrededor de la energía y de las consecuencias que su
mal uso ha conllevado en el mundo. Su protagonista, Yoshie Watanabe,
es un sobreviviente de Nagasaki que deberá aprender a lidiar con su
pasado mientras rebusca en el cruce de culturas un punto de encuentro
de la condición humana.
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Ph: Eloy Rodríguez Tale |
Martes
al mediodía. La lluvia cae incesante desde las primeras horas de la
mañana. En la esquina de Honduras y Fitz Roy algunos transeúntes se
refugian ensimismados bajo la lona de una confitería. Fuman: para
conservar el calor de sus cuerpos, para dejar de pensar, a
regañadientes. A pocos metros, Andrés Neuman atraviesa la puerta de
Eterna Cadencia. Lleva una campera marrón y una barba prolija.
Saluda a los empleados del lugar con aparente confianza. Se lo ve
sereno, habituado; menciona que viene de realizar una nota, una más
de las tantas que tiene desde ayer. El bar está repleto, las voces
rebotan unas contra otras. En la parte trasera, Pablo Braun esta
sentado a punto de almorzar. Se para, saluda, señala un cuarto
subiendo las escaleras, al lado de la terraza, un lugar propicio para
hablar. Finalmente ocupamos la sala de clases. Una pizarra en blanco,
un café humeante y su última novela, Fractura, con los
bordes visiblemente humedecidos. A pocos días de la presentación en
la 44.° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, Neuman parece
entusiasmado por dar cuenta de las cicatrices, las rupturas marcadas
tras el paso del tiempo en las raíces de la sociedad: que empujan a
una resignificación del pasado, permeable, de cara al mundo, de
igual forma que el kintsugi japonés hace gala de sus quiebres, de la
historia detrás de las cosas. “No son un acto de nostalgia, son un
acto de fusión del pasado, presente y futuro”, dice.
Los fantásmas están
aquí
Era un día despejado
cuando Tsutomu Yamaguchi volvió a mirar su reloj de mano. Corrían
las 8:15 de la mañana en la estación de trenes de Hiroshima. En
pocos minutos el expreso partiría rumbo a Nagasaki, su ciudad natal.
Habían pasado casi tres meses desde que iniciara su residencia en
una de las sedes de Mitsubishi. Yamaguchi siempre había querido ser
ingeniero, le encantaba planificar y llevar a cabo proyectos que
pudieran mejorar el rendimiento de las máquinas. Desde hacía tiempo
venía trabajando en la construcción de tanques de aceite. Estaba
entusiasmado. Había sido padre de un varón al que llamó Katsutoshi
hacía menos de seis meses. Era el 6 de agosto de 1945 cuando
Yamaguchi volvió apurado a su residencia temporal en busca de una
documentación olvidada. Allí escuchó el ruido de un avión: fugaz,
tétrico. A lo lejos, vio cómo dos bultos caían cual paracaídas,
como una ofrenda caritativa hacia unos pobladores que miraban
absortos, entregados. Una luz blanca cubrió la vista de Yamaguchi.
De repente el mundo se detuvo. Su cuerpo voló de un empellón
ardiente, como si hubiera sido calcinado en cuestión de segundos.
Todo estaba oscuro, solo un silbido perpetuo en los oídos corroidos
con sangre. Yamaguchi se arrastró, deambuló sin saber hacía dónde
ir. Todo era un montón de ruina. Se pensó muerto hasta que sintió
su respiración entrecortada, hasta que tocó con sus manos su rostro
quemado. Cuando Yamaguchi logró volver a su hogar, todo pareció ser
un mal sueño. Las heridas sanaban y el aire volvía a parecer
respirable. Pero tres días después, la luz blanca apareció
nuevamente, cual magma: colándose por la ventana, como un destino
perpetuo, tirano, dispuesto a perseguir a esa existencia desfasada
que elegía, una vez más, pender del hilo de una humanidad en jaque,
cada día más degradada.
Dice el psiquiatra
norteamericano Robert Jay Lifton que los hibakusha –
los sobrevivientes de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki -
arrastran toda su vida con el sentido de culpa del superviviente. Su
destino, tarde o temprano, los hará enfrentarse con la mirada ajena,
la incertidumbre de su existencia inaudita, y con un miedo que
correrá por su cuerpo hasta el último respiro de sus vidas.
En su última novela,
Fractura (Alfaguara), Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) da
cuenta de las cicatrices expuestas en las distintas sociedades para
elaborar, en un texto opulento y divergente, la radiografía de los
efectos de la tragedia alrededor de Yoshie Watanabe, un particular
sobreviviente de uno de los ataques atómicos en Japón: acorralado
por fantasmas de un pasado extinto, pero dispuesto a que el cruce de
territorios y culturas le permita reconstruir los fragmentos de una
memoria inhibida, en potencia, que aguarda poder resignificar un
presente inquieto y huidizo.
…
¿Por qué elegiste
contar la historia de Fractura a través de dos tragedias tan
paradigmáticas como fueron las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, y
el accidente nuclear de Fukushima?
No se
si son dos o es la repetición de lo mismo. Quizás en esa duda se
juega la respuesta. Me interesaba cierto sentido de la repetición
histórica, de la capacidad de reincidencia: por un lado de la
especie en general, y por otro de ciertas sociedades en particular
como la japonesa, la argentina o la española. Tanto si hablamos de
tropezar con la misma piedra así como de resilencia, supervivencia o
como se quiera llamar; la pulsión autodestructiva y la capacidad
reconstructiva me fascinaba. Entonces, lo tomé como un punto de
partida para reflexionar sobre eso: cómo hacen los países para
repetir lo peor suyo y para no extinguirse.
En el texto hacés
alusión a las cicatrices que deja la actividad humana, en particular
cuando decís “los residuos de las pruebas atómicas son una marca
imborrable en todo el planeta”.
Sí,
es el antropoceno. Creo que en una novela las ideas argumentales
están sobrevaloradas, no porque el argumento no importe sino debido
a que no siempre es el elemento disparador. Uno a veces se guía
mediante voces, metáforas o algún tipo de asociación que termina
proponiendo una historia. Entonces, la muy primera idea tuvo que ver
con la impresión que me generó que el terremoto de 2011 en el
noreste de Japón haya desviado más de 10 centímetros el eje del
planeta. Y ver que en un sentido físico el mundo se había
conmovido, estremecido, frente a algo que tenía su epicentro en un
lugar tan lejano (y aparentemente no los afectaba) me pareció que
proponía una idea de la especie o que nos hablaba de la
inevitabilidad; de que cualquier hecho puede afectar directa o
indirectamente a todos los demás rincones de ese mundo que tenemos
tan geopoliticamente dividido. Me acordé cómo Chernóbil estaba en
lo que hoy llamamos territorio ucraniano y cómo el territorio más
afectado es lo que hoy llamamos Bielorrusia, que, sarcásticamente,
no tenía ninguna central nuclear; y que eso no le impidió ser,
hasta el dia de hoy, semidevastado. Hay fuerzas que nos definen como
condición humana que desdeñan o trascienden la cultura geográfica
de las cosas. Tres de esas fuerzas sin patria posible son la energía,
la economía y el amor. Esas tres fuerzas van dibujando triángulos a
lo largo de la novela, como que cada espacio del texto - que sucede
en cinco países - propone un triángulo distinto entre estos tres
vectores que parece que nos definen y que refutan esta subdivisión
de lo que debería ser administrado y concebido comunalmente, puesto
que tiene una permanente repercusión colectiva.
Hay mucha necesidad de
aproximar Fractura con El viajero del siglo, pero si
uno hace un análisis parece encontrar más contracaras que
semejanzas. Por ejemplo, en “El viajero” el protagonista parece
estar atrapado en una circunstancia, y en Fractura hay una
constante necesidad de movimiento y abandono de las vidas que el
protagonista construye, ¿no te parece?
Me
gusta la idea de la contracara. Plantea esta idea de la asociación,
pero no necesariamente una similitud. Hay algunos vínculos entre las
novelas más allá de la extensión que se podrían pensar que son –
lo digo con prudencia porque no creo en la crítica literaria sobre
la propia obra – puntos en común. El más fuerte de ellos tiene
que ver con la traducción: la historia de amor entre dos traductores
donde el permanente trato con la lengua extranjera genera algún tipo
de conocimiento más allá de lo lingüístico, y donde las historias
de amor están muy implicadas con el error de traducción o el
lost in traslation, casi como
afrodisíaco o como veneno. Eso está todo el tiempo en Fractura.
Son los mismos fantásmas: la extranjería, el sentimiento de la
identidad desplazada, la propia noción de viaje. El
viajero del siglo narra la
historia de un viajero empedernido que se queda temporalmente quieto,
y eso genera una tensión respecto a la idea del viaje: se queda
“buñuelésticamente” atrapado como en El ángel
exterminador, pero hay un flujo
de dinamismo que se sabe está pronto a reanudarse. Mientras que en
Fractura el foco se
pone en ese dinamismo. También hay una noción de tratar de abarcar
un siglo a partir de ciertas historias íntimas: en “El viajero”
sobre el siglo XIX y en Fractura
respecto del XX y principios del XXI.
Es más, en “El
viajero” se aborda la temporalidad desde un presente contínuo, que
se pone en juego alrededor de los personajes; en Fractura
decidís desarrollar el presente mediante la visión del pasado, a
través de la reconstrucción de la memoria.
Eso
en “El viajero” pasa más indirectamente a medida que el presente
de los personajes es el pasado de los lectores. Los personajes creen
debatir sobre el siglo XIX, pero todo es, por supuesto, una maniobra
permanente para aludir por reflejo a nuestro tiempo. Por eso, de
forma oculta, eso sucede en “El viajero” pero en Fractura
es un fenómeno desde el inicio. Quizás hay algunas diferencias que
tienen que ver con que en “El viajero” se dialoga pero también
se discute con la tradición del siglo XIX, entonces, se toma como
referente tanto a la poesía romántica como a los diferentes géneros
de la novela clásica, no solo a la realista sino también la
fantástica o la detectivesca; y en Fractura, el género con
que se discute es el periodismo. El referente es totalmente
contemporáneo al propio libro, por eso dos de los personajes de la
novela son periodistas. Aún así, no me gusta sentir que un proyecto
se repite. Me parece que cuando uno trata desesperadamente de hacer
algo nuevo – nuevo para uno – y a pesar de eso se deja el rastro
de determinadas obsesiones y recurrencias, lo que queda de repetición
involuntaria, eso es el estilo. Lo demás, los parecidos deliberados,
tienen más que ver con la comodidad de la marca. No me parece que
el estilo tenga que ver con una certeza de cómo escribimos. Allí
hay quizás un malentendido estético. Creo en el verso de Rubén
Darío que dice: “Yo percibo una forma que no encuentra mi
estilo”. El estilo es la búsqueda, la del propio estilo. El
hallazgo de un posible estilo es el comienzo del final del mismo. El
estilo tiene que ver con la experimentación, con una especie de
forzamiento de los límites de tu propia capacidad expresiva, y tanto
en los aciertos como en los fracasos de esa búsqueda se configura un
posible lenguaje. Cuando a esa búsqueda la convertís en un punto de
partida y en certidumbre, y ya sabés cómo vas a escribir el
siguiente libro, lo que sucede no es el estilo sino el recuerdo de
una fórmula.
Más allá de que la
historia del protagonista sea contada por las mujeres que tuvieron un
vínculo sentimental con él, me interesa saber cómo hiciste para
traladarte a la estructura conceptual y cultural de cada una de
ellas, a sabiendas de que una es francesa, la otra norteamericana,
una tercera es argentina y la última española.
Para
mí fue fascinante porque en el fondo cada una de esas voces requirió
una preparación casi de novela aparte. Todas esas voces están al
servicio de una misma novela – eso está claro – pero el tener
que armarlas, en cierto modo, me obligó a trabajar en términos de
pequeñas novelas autónomas que habitan una más grande. Primero
está la relación extraña que tengo con lo que en algún momento
llamé “mi lengua materna”. Supongo que hasta algún momento de
mi infancia no dudé del castellano que hablaba (como debería de ser
lo normal), pero el exilio familiar a otro país de habla hispana muy
diferente: en entonación, en sintáxis, en fonética, en léxico;
hizo que yo tuviera que empezar la escuela de nuevo. Me empecé a
relacionar con mi lengua materna con extrañeza y con desconfianza.
Entonces, desde ese momento, el del exilio familiar, y encima en
Andalucía - un lugar que no tenía como referente, un español
desconocido para mí, al que hoy le tengo cariño pero en ese momento
me parecía alienígena - yo siento que pierdo el vínculo automático
con la lengua: tener que pensar todos los días cómo digo cada cosa
y qué palabra empleo para sobrevivir en la escuela y no convertir el
día a día en un infierno. Además, era una época que en Granada no
había inmigración; en toda la escuela solo éramos dos extranjeros.
Y estás en una edad donde sos inmensamente permeable, en la que
absorbés todo. Eso hizo que la lengua se me bifurcara para siempre.
Desde ese momento, siempre tiendo a escuchar en mi cabeza varias
maneras idiosincráticas de decir lo mismo o concebir una voz. En
este caso, me generó un enorme placer ir construyendo, no dos, sino
cinco castellanos. Uno es el castellano desterritorializado,
indetectable del omnisciente, que no tiene entonacion nacional porque
trata de ser invisible.
¿La voz neutra que
narra el derrotero de Watanabe?
Sí,
el que no tiene aparente localización. Y hacer eso es más difícil
de lo que parece porque todo el tiempo uno se delata desde dónde
está hablando. Borrar eso cuesta casi más trabajo que una voz
folklórica. Después, están las cuatro mujeres que narran, que no
solo tienen los dos castellanos que están en mi familia: el de
Argentina y el de España, más concretamente el porteño de los años
ochenta con el que empecé a hablar y recuerdo de mi infancia, y el
castiso de los años noventa de mi adolescencia en España. Asimismo,
otros dos castellano raros y poeticamente interesantes de trabajar
que son esas voces traducidas al español de otra lengua que está
ausente en el texto. Yo quería que la voz de Violet sonara como
traducida y quizás deliberadamente mal traducida del francés, que
dejara traslucir, mediante determinados galicismos y giros, la lengua
original sumergida, como esas emisiones televisivas en que al
testimonio en una lengua se le superpone el doblaje y el oyente está
todo el tiempo tratando, en las grietas del discurso, de escuchar la
lengua original y no la traducción. Buscaba que esas peculiaridades
pudieran hacer notar la lengua que estás leyendo y la lengua
invisible que habla el personaje; la prosa como traducción
simultánea, por eso, de algún modo, Mariela (la argentina)
reflexiona sobre la diferencia entre la traducción consecutiva y la
simultánea: ¿No es todo acto de habla de algún modo una traducción
simultánea? Y con Lorrie (la periodista norteamericana) busco
acercanos a esa lengua que leemos muchas veces, para nuestro
disgusto, de libros traducidos del inglés con abuso de frases
hechas. Me interesaba eso para preparar el gozo de las dos mujeres
que iban a hablar de modo más regional. Y eso con cada uno de los
personajes. Por un lado fue muy difícil, pero por otro me devolvió
al punto inicial donde no sabía muy bien qué era hablar español o
no sabía desde dónde se produce una lengua materna.
Por
último, en cuanto a la construcción del personaje: es uno de los
grandes lujos narrativos de la novela larga, te permite desarrollar
una personalidad y generar también contradicciones. Lo que pasa en
la narrativa breve – que he hecho mucho, y me encanta – es que es
casi inevitable trabajar desde el arquetipo, mientras que en una
novela larga podés hacer algo muy emocionante que es ver envejecer a
los personajes: pasa el tiempo a través del que lee. Uno puede leer
la novela en un mes donde a lo mejor te divorciás, perdés a tu
madre, te mudás, perdés tu trabajo, se devalúa el peso; pasan
cosas que te modifican como lector. Pero, también, el tiempo pasa
mucho por el autor, a quien un accidente vital se le puede colar por
la escritura y modificar su plan. Y, finalmente, pasa por el propio
personaje. En este caso, había algo que me emocionaba mucho: la
tensión entre la juventud y la vejez dentro de los propios
personajes, que son personajes viejos recordando su juventud; ese
enorme abismo temporal entre el que habla y el que recuerda me
parecía que le agregaba algo a la estructura afectiva de ellos.
En algunas notas
comentaste algo respecto de Tsutomu Yamaguchi, el sobreviviente a las
dos bombas atómicas en Japón. Él repite algo muy sorprendente: que
sintió toda su vida que la tragedia lo perseguía. ¿Pensaste en
algo parecido cuando elaboraste el personaje de Yoshie Watanabe?
Creo
que sí. Es la idea de la repetición. Watanabe termina trabajando,
irónicamente, para la tecnología audiovisual de una compañía que
propicia la repetición de imágenes. Es decir, la gran tragedia
irónica en la vida de Watanabe es que él termina viviendo de una
multinacional que permite que nosotros veamos tragedias como la suya
y cambiemos de canal, adelantemos o apretemos stop. Él de
algún modo participa y es cómplice de esta reproductibilidad del
dolor. Él lo sabe y le molesta, le incomoda tanto como saber que su
padre trabajó en una empresa que participaba de la creación de
armamentos. Me interesaba mostrar cuál era la participación cívica
en los contextos militares (algo muy latente en Argentina); qué pasó
en la introspección histórica que hizo que cuando yo era chico se
hablara de dictadura militar y ahora se hable de dictadura cívico
militar; qué pasó entre un término y otro. Entonces, Yamaguchi
decía, efectivamente, que la tragedia lo perseguía. Y yo lo tomé
como un punto de partida de Watanabe que, por otro lado, le afana el
apellido a mi poeta latinoamericano favorito. Me impresionó mucho
escuchar a Yamaguchi contar su experiencia, primero porque me parece
un personaje fisicamente fantástico; lo más cerca que puede estar
un ser humano de la inmortalidad es haber sobrevivido a dos bombas
atómicas y llegar a los cien años. No hay experiencia más cercana
que esa. Al mismo tiempo, es una inmortalidad tan impregnada de lo
mortal que hasta esa inmortalidad es tremendamente humana. La gente
que debió morir y siguió viviendo, desarrolla una especie de vida
póstuma que los pone en un lugar fantasmagórico. Y eso le pasa a
Watanabe. Él se busca un trabajo que le permite salir huyendo cada
cierto tiempo para tratar de resetearse y empezar de nuevo: aprender
una nueva lengua, construir una nueva relación amorosa, cambiar
drásticamente de contexto cultural. Al cabo de un tiempo de vivir en
cada país, él siente que el fantasma vuelve, que hay algo que lo
aboca a repensar su pasado. Watanabe trata de ser un fugitivo de eso
que le pasaba a Yamaguchi.
Da la impresión de que
en Fractura hay una reconstrución del pasado a través de la
interpretación de un otro, con el paso del tiempo incluído, que
hace posible una lectura reflexiva de la historia. Algo que dista
bastante de lo que pasaba con el personaje de Bariloche, que
revivía el pasado mediante reminiscencias que le permitían menguar
su presente.
Claro.
Lo que podrían tener en común Bariloche y Fractura es
la idea de la memoria como un rompecabezas que nunca se completa. La
sensación de que el fragmento se impone al conjunto. Tratamos de
pensar la vida como un relato coherente o el rompecabezas como una
unidad, y en algún momento eso fracasa, y de repente la biografía
queda impegnada, para siempre, de lo fragmentario, y eso es lo que
tenemos. Hay momentos de dolor, de felicidad; tramos intensos de
nuestra infancia. Y ese relato esta lleno de huecos que no se pueden
llenar. Esos huecos son precisamente el misterio. Además, me resulta
muy importante lo intergeneracional: que lo joven y lo viejo están
separados por un abismo cultural. Toda la lógica del consumo, los
discursos visuales; insisten en generar una brecha espantosa entre lo
que es joven y lo que dejó de serlo. Y eso me parece una forma de
opresión particularmente grave, relacionda con este concepto de la
“obsolecencia programada”, que es terriblemente autodestructiva
porque se refiere a los objetos y a las personas: el trabajador es
tan desechable como el producto que manufactura, pero también el
propio joven que protagoniza ese momento de supuesta plenitud, que es
mentirosa o un espejismo, es fungible: el proximo joven será
sustituido por otro más joven, entonces, es una trampa para el
primero. Yo lo se muy bien porque me hicieron ejercer de escritor
joven y estaba desesperado por salir. Empecé a publicar a los veinte
años y me comí media vida de escuchar ese discurso entre el
paternalismo y la pseudo celebración de la juventud. Por eso, es muy
importante plantear el imaginario narrando historias protagonizadas
por viejos: aventuras, historias sexuales; porque la mayor parte de
la población esta vieja y hay una incapacidad cultural que esa
sociedad envejecida tiene para imaginarse a su verdadera edad.
Entonces, se proyecta en juventudes fungibles, muy “photoshopeadas”.
En el kintsugi encontré una respuesta asombrosa y profunda al
photoshop: la idea de reparar objetos marcando el lugar donde
se rompieron, para siempre, con polvo de oro; en vez de disimular, se
realza. Es un objeto que nunca va a olvidar que se rompió.
Lo del kintsugi
parece ilustrar el paso del tiempo de Watanabe en la novela, desde su
actitud evasiva hacia su propia tragedia hasta esa conversión final
que le permite afrontar su pasado, y exponerlo, desde una veta
militante.
Exacto.
Me parecía que en esta pequeña y silenciosa artesanía del kintsugi
había como una posible refutación ideológica muy fuerte del
photoshop, como apuntación estética pero también como borrado de
la memoria y de la obsolecencia programada: la incapacidad de admitir
las edades de las cosas. Además, me parece que el kintsugi es mucho
más interesante que la ruina. En occidente tenemos el fetiche de la
ruina como única vía para valorar lo roto, pero la ruina es
decadente, es solo pasado; un recuerdo que irradia memoria pero que
carece de presente. En cambio el kintsugi es más profundo, este
ejercicio de memoria indeleble sirve para recuperar el presente y el
futuro: las tazas vuelven a albergar líquido, los cuencos vuelven a
llenarse de arróz. Como sociedad estamos muy desconectados de esta
temporalidad - por razones varias que no hace falta enumerar - pero
ese polvo de oro que reune las temporalidades, en la novela trata de
aplicarse a las rupturas amorosas, a las fracturas sociales y
politicas; el kintsugi como modo de vida, no solo como fenómeno
artesanal. Y eso es lo interesante de narrar una vida entera.
Watanabe va cambiando de opinión y estrategia acerca de su propia
cicatriz. No somos los mismos dependiendo de con quién estamos,
dónde estamos y qué edad tenemos, y vamos releyendo nuestro
conflicto permanentemente.
Hay una idea muy
interesante en el relato de Mariela, la argentina, cuando dice que
Watanabe es alguien que está obsesionado por unir fronteras:
ciudades, idiomas, recuerdos. Me recuerda a la visión de Marc Augé
de la frontera como una invitación más que como un obstáculo, y de
la necesidad de un mundo donde las fronteras sean todas transitables
y reconocibles. ¿Es un poco la búsqueda del protagonista?
La
frontera me interesa mucho como lugar de combate literario. Para
empezar, la frontera es donde se traduce. El traductor es un escritor
de frontera, y hace algo más interesante que cruzarla, que es
habitarla, quedarse ahí. La frontera hoy en día – preguntémosle
a [Donald] Trump – o bien se militariza para que no se pueda cruzar
o se trata de cruzar lo más rápido posible. Me pregunto si no hay
un tercer modo de pensar la frontera, que es como posible patria.
¿Por qué hay que cruzar la frontera? ¿No puede ser la frontera un
lugar en sí? También la cicatriz es una frontera, ya no espacial
sino temporal: la frontera entre la persona que fuiste y la persona
que sos, cuando pasó eso. Y, de nuevo, lo más importante es la
cicatriz, que es esa frontera. Supongo que por razones familiares o
geográficas me siento lleno de fronteras, pero también hay en toda
la novela un intento de pensar si existe una frontera entre oriente y
occidente, si se puede definir. Lo más lejano que tenemos no es otro
país sino otra cultura. Entre oriente y occidente hay,
aparentemente, un abismo insalvable, una imposibilidad por
traducirnos. A mí me interesaba poder acercar personajes orientales
y occidentales para tratar de construir esa frontera que en realidad
no está, una frontera que no existe. Entonces, pienso la escritura
como creación de fronteras alternativas que no estaban ahí antes de
pensarlas. Por ejemplo, en Hablar solos el camión en que iban
el hijo y el padre a veces parecía ir por Andalucia, otras por la
patagonia y otras por la frontera entre México y Estados Unidos;
pero los personajes en ningún momento parecen asombrarse, no es que
ellos están asistiendo a un fenómeno fantástico, son esas
carreteras por las que ellos manejan siempre. Y esas fronteras que no
existen, de lugares a priori muy alejados, son las que a mi me
gustaría que hubiera para juntar los pedazos de mi familia.
En Fractura
hablás del “miedo global” alrededor del problema medioambiental,
acaecido por el episodio de Fukushima, sin embargo, parece haber dos
tomas de posición al respecto. Por un lado las decisiones que lo
gobiernos asumen para resguardar los intereses del mercado; y por
otro el activismo de ciertas minorias para preservar el planeta y la
salud de los ciudadanos. ¿Cómo se lidia con esas dos vertientes tan
disímiles sobre una misma problemática?
Hay
un trampa política muy notable: cuando el pensamiento ecológico
trata de conceptualizar al planeta como una sola cosa, el capital le
responde parodiándolo, a pesar de que el capital se sostiene
precisamente con la misma idea. Eso me deja alucinado. Cuando desde
la ecología se dice “lo que hacen en ese campo nos va a llegar a
nosotros” o “están perjudicando nuestras aguas”, enseguida
viene la parodia de ese pensamiento, pero los que la hacen son los
que dependen de negocios absolutamente globales. Entonces, el planeta
es uno o no lo es. Ahí el ecologismo no hace más que recordarle las
obligaciones a un sistema que sólo quiere ver las ventajas del
concepto global de la actividad humana. Por otro lado, el antropoceno
tiene que ver con la marca que la actividad humana deja para siempre
en los estratos del planeta. Si es que la historia cambió en el
siglo XX, la historia esta cambiando siempre; ya le parecía a
Heráclito, no decimos nada nuevo. Y si la historia del siglo XX
cambió por lo atómico, entonces, me parece que ahí hay una mirada
que ya no tiene que ver con la solidaridad sino con la
autopreservación. El ecologismo no tiene que ver con un hobbie
de clase media alta que se solidariza con las “cabritas de los
campos”, tiene que ver con la autopreservación, por eso, es una
cuestión profunda de legítima defensa. Y siempre pienso en el
ejemplo trágico de Chernóbil, donde al fin y al cabo Bielorrusia
está pagando las consecuencias de lo que se hizo en territorio
ucraniano, pero ésto lo podemos extender a cualquier otra cosa.
Particularmente, me impresionó mucho cuando en España descubrieron
que la central nuclear de Garoña, que está cerca de Burgos, era
idéntica a la de Fukushima y estaba a punto de renovar licencia. De
pronto, España y casi sus antípodas quedaron acercadas
violentamente por ese hallazgo nuclear. Después está la historia
acá, en la patagonia. Me fascinó mucho estudiar toda lo del
basurero nuclear de gastre, que tuvo una continuidad super
inquietante desde la dictadura hasta [Carlos] Menem, donde se
proyectó una y otra vez. Hay una cuestión bestial que demuestra
cómo funciona la economía como polución, que es cuando Francia
trata de comprar un trozo de la patagonia para enterrar sus deshechos
radiactivos, cuyas consecuencias desconocemos porque nunca en la
historia existieron. Esa basura no sabemos qué hace y no lo vamos a
saber jamás. Esto se eleva a un rango filosófico entre aterrador y
fascinante. Se dice en la novela que los finlandeses para enterrar
sus residuos están empezando a llamar a teólogos y filósofos
porque no saben cómo señalizarla. Es de un optimismo casi
enternecedor: ¿dentro de diez mil años – como si fueramos a vivir
diez mil años más - cómo se va a indicar a nuestros descendientes
que ahí hay algo que los va a destruir? ¿van a saber lo que es una
flecha? ¿una señal de peligro? ¿Entendemos nosotros los papiros
egipcios? Me gustaría saber si Francia efectivamente enterró o no
los deshechos en la patagonia. En ese tiempo aparecieron un montón
de trabajadores muertos por donde se iba a hacer al basurero de
gastre, en una antigua mina (creo que de uranio), cuando se supone
que eso se había clausurado. Entonces, a mí lo que me sorprende es
que no hay bien más común que la energía: la usamos todos con
recursos naturales de nuestro territorio, y no es tan fácil
privatizar el agua, el sol y el aire; sin embargo, se privatiza, se
explota y encima su gestión es opaca. La energía pasa ser un
problema democrático, no se trata ya de la extinción del oso panda
sino de qué hacemos con los recursos comunes. Hay una tensión en
este punto entre democracia y economía.
¿Por qué elegiste
cerrar la novela con un poema que habla del agua?
¿Y a
vos porque te pareció que cerró así?
Supongo que tiene que
ver con la idea de fluír, con los resquicios adonde llega el agua. Y
también con la idea de Heráclito de que todo es disinto pero a su
vez es lo mismo.
Sí,
creo que tiene que ver con eso. Por un lado, el personaje mira hacia
arriba y le parece que va a llover, y después empieza a caer una
lluvia que finalmente cae en todas partes; precisamente, el agua, a
pesar de que esta geopoliticamente gestionada, es un sola y llega a
todas las orillas. Es lo que separa pero también une las distintas
orillas y continentes. Por eso la novela termina con el origen y el
final de la vida: con el agua entrando a las alcantarillas, al último
residuo tóxico; pero también de esa especie de sopa o magma
contaminado va a salir algún tipo de vida, porque hay mucho de
fatalidad con eso. Yo pensaba mucho cuando escribía esa parte –
que pienso, en efecto, que es un poema – que tiene un ritmo
acuático: va recorriendo la trayectoria del agua desde la nube hasta
el mar, del mar al río, del río a la costa, de la costa a las
alcantarillas; como si el mundo fuera un enorme flujo sanguíneo de
agua más o menos contaminada que determina, al fin y al cabo,
nuestro propio organismo. También pensaba en los alrededores de
Chernóbil, donde la vida humana ya es imposible y, sin embargo,
creció una fauna brutal: unos bosques rarísimos, osos que ya no
habia, caballos salvajes; toda una naturaleza anómala donde el gran
depredador humano desapareció. Es decir, en condiciones
supuestamente incompatibles con la vida, descubrimos que la vida
renace, que lo que la impide somos nosotros. Es como la primera flor
de Hiroshima después de la bomba atómica. Pensaba: en ese agua se
termina todo pero recomienza todo, es un ciclo vital que arrastra
toda su mierda.
¿Crees que Argentina
es un país que a podido lidiar con sus cicatrices o que todavía
siguen repercutiendo en su presente?
Me
parece que lo fascinante de Argentina es que tiene muy exacerbado el
sentido de la memoria y del olvido. Es un país muy extremo. En el
caso de España, tiende a un moderado olvido todo el tiempo, hay
pequeños ataques de memoria pero básicamente , incluso la
democracia española, se construyó sobre un tibio pacto de olvido,
lleno de contradicciones, tensiones y problemas. España, desde el
franquismo, nunca se propuso recordar demasiado. Y la mayoría de los
países hace eso. Pero hay ciertos otros radicalmente conflictivos, a
nivel global uno es Alemania y a nivel local – es decir, para sí
misma – Argentina. Ambas naciones juzgaron sus crímenes de Estado,
pero Argentina hizo algo todavía más difícil que fue deshacer sus
propios jucios y absolver a sus condenados. Hizo las dos cosas.
Mientras Chile o Brasil no recordaban, Argentina recordó hasta donde
pudo (dentro de las limitaciones que tuvo el Juicio a las juntas), y
se terminó condenando no a todos los genocidas sino sólo a los
jefes pero, aún así, fue un juicio semioticamente muy potente.
Después recordamos los indultos de Menem, que fueron el colmo, pero
antes el propio gobierno de [Raúl] Alfonsin fue reculando con la
Obediencia Debida y el Punto Final. El mismo gobierno que había
hecho los juicios. Por eso creo que dentro de un país, en un mismo
gobierno, hay ejercicios de expansión y contracción de la memoria
histórica muy fuerte, y eso me parece una peculiaridad argentina.
Entonces, Argentina por ciclos recuerda – lo que los griegos
llamaban la anagnórisis -, se horroriza y entonces se
apresura a olvidar de nuevo. Y eso pasa cíclicamente en Argentina.
Es atrozmente narrativo, por eso creo que el japonés protagonista de
la novela se queda muy impresionado con ella.
¿Te parece bien hasta
acá?
¿Puedo
agregar algo?
Sí, claro.
Estos
ciclos de memoria y olvido me parece que lo tienen también las
personas. En el momento de la vejez se produce un shock brutal entre
la memoria a largo plazo y el olvido a corto plazo. Eso siempre me
fascinó. La maquinaria narrativa de la memoria de un viejo me parece
que se parece mucho más a una novela que cualquier otra edad en que
estemos. Esa mezcla de visiones y elípsis brutales con la memoria
minuciosa de lo pequeño, que de repente se vuelve significativo. El
señor Watanabe, como es la primera vez que narro una vida entera -
se requiere cierta extensión para ello -, tiene periodos de negación
de la memoria y otros de acercamiento. En ese sentido, él, sin
saberlo, es profundamente argentino, porque dentro de su propia vida
va teniendo ataques de amnesia y ataques de horror bélico. Y me
interesaba hacer el seguimiento de eso, porque toda persona que tenga
un trauma o un duelo no tiene una continuidad o una línea recta, hay
periodos de flujo y de reflujo en nuestros propios recuerdos
dolorosos de acuerdo a la lejanía o acercamiento, negociando una
distancia. Por eso era muy fuerte meter narrativamente a un personaje
que está todo el tiempo midiendo la distancia respecto a su trauma;
meterlo en determinados países que tienen algún tipo de problema de
memoria. Francia lo tenía. La Francia de la nouvelle vague y
la liberación sexual se estaba modernizando pero hacía experimentos
atómicos, y no tenía ninguna gana de recordar su colaboración con
los nazis durante varios años, y tampoco hablar mucho de Argelia.
Esta Francia que cinematográficamente todos amamos, tiene debajo de
la alfombra todo eso de lo que no se habla. Después en Nueva York
están los años setenta: la contracultura, el punk, las panteras
negras, el feminismo de la segunda ola, cineastas y escritores que
amamos – particularmente amo a [James] Baldwin, [John] Cassavetes,
[Susan] Sontag – y la otra mitad de todo eso: Estados Unidos
viviendo un momento político radicalmente muy fuerte. Está el
Watergate: se absuelve a [Richard] Nixon, no se lo juzga, le dan una
pensión vitalicia, las gracias, y se pone al vicepresidente en su
lugar, como si no hubiera pasado nada. Además, se retiran de
Vietnam, la gran batalla contra la izquierda. Se para la guerra:
Vietnam queda hecho mierda, el sur y el norte totalmente enemistados,
dejan a la parte pro norteamericana allá y se van, ¡Y nunca más se
supo qué mierda pasó ahí! Por eso hay una maniobra de olvido de la
política nacional e internacional muy fuerte en Estados Unidos.
Cuando llega a la Argentina, está el quilombo de Malvinas y la pos
dictadura – no hace falta que lo diga -. Y por último, el trabajo
en España. Una España muy loca, que conocí de adolescente, que
estaba subida al vagón europeo de aceleración: de meter quinta
olvidando que era un país franquista; quería ser como Suecia. Y
hacía solo quince años que había muerto Franco pero España ya se
pensaba un país “europeísimo” y súper desarrollado; entonces,
había una aceleración del olvido: con la guita, los juegos
olímpicos, la expo de Sevilla, el tren de alta velocidad; una España
que miraba para atrás y tenía la fantasía de que pasó mucho más
tiempo del que pasó; metida en una carrera desmesurada hacia el
futuro, a punto de descarrilar. Entonces, Watanabe va aterrizando en
lugares en momentos históricos donde la dialéctica entre el olvido
y la memoria de algún modo le vuelve en espejo a él.
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