Publicada originalmente en Revista Kunst
Con
una pluma mordaz e ingeniosa logró convertir sus relatos en una
marca registrada de los medios a lo largo de más de tres décadas.
En sus Cuentos Reunidos, el escritor nacido en Gonzales Chaves
repliega sus reconocidas pasiones y los años de lectura en la fibra
íntima de una escritura compenetrada con la experiencia.
Ph: Eloy Rodríguez Tale |
Una
tarde calurosa en Defensa y Alsina. En la esquina, un colectivo línea
45 logra doblar tras cinco minutos de maniobras: los vecinos aplauden
y ríen sarcásticos. Desde la entrada del café La Puerto Rico se
oye el resuene de redoblantes en Plaza de Mayo; una oleada de
pecheras azules atraviesa las calles a plena bandera. Otro día
agitado en Buenos Aires. Juan Sasturain llega con apremio. Es
espontáneo y gentil. Tras un primer intercambio, recuerda las
emisiones de su programa Continuará,
uno de los tantos que dio popularidad a un rostro acostumbrado a
mostrarse en palabras. Pide un cortado y un vaso de agua. Sobre la
mesa: una pequeña libreta y el ampuloso rejunte de cuentos que
Alfaguara acaba de publicar. Rodeado de espejos, Sasturain se inclina
para profundizar sus respuestas y parece asimilarse con el aire
nostálgico que emana de los vestigios del mítico café porteño. La
pregunta es sobre la escritura en bares. Él nombra a Martín Kohan y
a Martín Pérez, pero niega pertenecer al ritual. “En su momento,
cuando los chicos eran chicos, me tenía que ir para escribir porque
era un quilombo. Ahora laburo en mi casa, y a la mañana”, dice.
Un
borgeano consecuente y deslumbrado
El
universo literario de Juan Sasturain (Gonzales Chaves, 1945), como el
de Borges, hace gala de su capacidad lectora. Esa afición
interminable por sumergirse en páginas ajenas le permite recordar
con igual o más emoción a los libros que marcaron su recorrido de
autor tanto como a los propios. El notable éxito de Manual
de perdedores,
allá por mediados de los ochenta, no mermó su capacidad creativa y
exploradora. Por contrario, lo lanzó a una producción incansable.
Tanto que, en este último tiempo, fiel a su espíritu de escritor
detectivesco, le ha permitido mimetizarse en la obra inconclusa de
Dashiell Hammett – Tulip
- y rastrear las intenciones de un texto casi olvidado para el
público devoto. Sin embargo, más que los casos del noble Julio
Etchenike, la osadía de Spencer Roselló en Los
sentidos del agua
o su fama audiovisual como divulgador literario, parecen ser los
cuentos – la fugacidad en permanencia que supo caracterizar Julio
Cortázar - los que explican a Sasturain en su mayor completitud. Las
décadas en redacciones periodísticas, sus recuerdos de infancia, la
sapiencia académica, el fervor de la tribuna. En los sesenta y seis
relatos que conforman sus Cuentos Reunidos, por demás diversos, hay
un manejo de la lengua y el clima de época que logra compenetrar al
lector; hacerlo cómplice de una realidad nebulosa que estrecha pasos
con la verdad histórica; contagiarlo de guiños argentos; empujarlo
a las hilarantes peripecias de una sociedad impredecible.
Una
versión de un relato de Hammett cruzado por la idea de una marcha
por los desaparecidos. Posibles combatientes japoneses refugiados en
una isla, actuando como si la guerra nunca hubiera acabado. French y
Beruti discutiendo por el precio de las cintas entregadas en Plaza de
Mayo. Las historias en Sasturain parecen fluir en incalculables
vertientes. Reflejan el calor de escribir marcado por años de
redacción, por necesidad y gusto, al amparo de la exploración
borgeana: de esa capacidad por asaltar el registro historiográfico y
moldearlo como arcilla, hasta que sus personajes formen parte natural
en él. A su vez, el olor a cafetín porteño, la milonga acompasada
por el brío de la noche. Allí están los arabescos tangueros, casi
circenses, de Roberto Parmigiani en El
Tango de Antes; la
ironía a flor de piel de Soler,
el que difiere,
conmovido por el inasequible orgullo de Santos Discépolo, alias
“Mordisquito”. En esa observación, pícara, de los barrios y
callejuelas, allí donde las banderías de la política y el club de
barrio se compaginan, Sasturain logra relucir su mayor ductilidad: en
la trama de espionaje y pasión xeneixe de El
caso Yotivenko;
en el ambicioso proyecto agrícola futbolero de Campitos;
tras
el penal que Ricardo Fallugi, en un césped carcomido, debe anotar
para probarse en un ignoto club norteamericano en The
Cleveland Rush
y asegurarse la “salvación”. Es en ese fragor, ecléctico, donde
Sasturain hace gala de su humor popular estilizado, capaz de
atravesar el indómito mundo de Los
Galochas
desde una impronta antropológica, y hallar el romance alrededor de
una unidad básica peronista - en plena dictadura - como en su
afamado La
Mujer Ducha.
El
indemne recorrido por los divergentes cuentos de Juan Sasturain nos
deja la sensación de haber sido expuestos a una orquestación de la
escritura, en la que los símbolos de nuestra enriquecida cultura se
hacen potentes, recogen el pulso de la oralidad más vívida, se
adecúan a una melodía cercana, nuestra, difícil de olvidar en lo
inmediato.
…
Hace
poco más de un año atrás salió su colección de poemas - desde
1976 - en El
Versero,
ahora fue el turno de los cuentos, ¿responde a algún tipo de etapa
literaria que buscaba cerrar?
No
es por ponerse tragicómico ni nada por el estilo, pero cuando se
empieza a hablar de trayectoria y esas cosas, ¡Cagamos! La
trayectoria habitualmente tiene la trayectoria de un proyectil, como
una parábola.
Pero
en este caso la publicación fue buscada por usted.
Claro
que sí. Estoy muy contento por la publicación de los cuentos. Es
una sensación muy linda. Cuando yo publiqué en Sudamericana, allá
por el 2001, se acumuló casi todo. En ese entonces, la editorial no
era el conglomerado tan monstruoso que es hoy en día: no era
Penguin, ni Mondadori ni Alfaguara. Era Sudamericana más algunas
cosas. Pero siempre publiqué ahí. Estaba contento, además, lo
tenía a Luis Chitarroni de editor: todo un lujo. En ese lapso de
quince años salieron tres libros de cuentos: casi todo. He sido
bastante lento en reunir las cosas: publiqué mucho, pero diseminado.
Los libros han sido el resultado muy ulterior de juntar esas cosas.
Después de publicar Dudoso
Noriega,
mi novela de 2014, y antes de que salga mi libro sobre Dashiell
Hammett, la propuesta fue juntar esos cuentos. Sobre todo, porque la
colección es muy hermosa, en especial para los lectores, y los
escritores son lectores antes que nada. Ahí está Juan Carlos
Onetti, F. Scott Fitzgerald, Vladimir Nabokov. Tener la posibilidad
de estar ahí entre ellos es muy lindo para el ego literario.
Si
tuviera que definir una característica o intención que atraviesa a
buena parte de los cuentos reunidos, ¿cuál dirías que es?
La
ocasionalidad. La palabra “ocasión” es una palabra muy rica en
la lengua castellana. Mi primer libro de poemas se llamó Carta
al Sargento Ortiz y otros poemas de ocasión. Esos
poemas de ocasión significaban “coyunturales”, es decir,
“generados por”. Y ocasión también significa “usados”,
porque ya están publicados. Son ocasionales en tanto estén dictados
por la coyuntura, en el sentido más amplio, no solamente por una
celebración o una temática que viene desde afuera; ocasional es,
además, lo personal, espiritual o sentimental. Por eso, lo que creo
que une, no ya los cuentos sino toda mi escritura, es esa
ocasionalidad que podría contraponerse a un proyecto meditado y
consciente. He ido escribiendo mientras escribía, es decir, producía
a partir de lo que sucedía: por el impulso o el gusto por escribir.
Las cosas se dan. No hay una obra o una figura del escritor.
Has
comentado anteriormente que la mayoría de los relatos fueron
publicados primero en diarios y revistas, ¿eso hizo que los cuentos
lograran mimetizarse dentro de un público más popular?
Eso
hace que tengas lectores ocasionales. El lector se encuentra con un
texto literario donde no tenía por qué suponerlo. Si un tipo lee un
diario y en la contratapa de éste hay un poema: él no compró ese
poema, compró un diario; en ese diario tenés una crónica del
partido de fútbol, una columna política y tenés también un poema.
Allí se produce un vínculo informal con el lector.
Y
es una manera de ganar un lector no habituado a comprar literatura.
Puede
ser, está bien. Trabajar en los medios ha sido siempre así. Yo
trabajé siempre en los medios, sin ser periodista; no al menos desde
esa vocación de búsqueda y revelación de la verdad. Lo que me
gustó siempre, que fue el lugar donde fui a parar, fue el medio
gráfico. Si trabajé en los medios audiovisuales fue de pedo y como
resultado ocasional - una vez más - de todo lo otro. Mi vocación
genuina es leer, casi como una compulsión, y como resultado de esa
lectura: la escritura. No todo lector se convierte en escritor, pero
es sabido que en todo escritor hay un lector anterior. Uno escribe
porque ha leído.
El
cuento que da inicio al libro, Con
tinta sangre,
es uno de los más analizados por la crítica y reseñado por los
lectores en distintos portales. ¿En qué circunstancias surgió?
Es
quizás el más ocasional de todos. ¿En qué está escrito? ¿En
qué? Si uno agarra una novela de Eduardo Belgrano Rawson, por
ejemplo la
Rosa de Miami,
no sabe bien en qué carajo está escrita, podría decirse que está
escrita en tropical: ni cubano ni colombiano ni antillano; es algo
que tiene una connotación tropical. Yo viví en España tres años,
finales de los ochenta y comienzos del “Turco”. Entonces, tenía
un primer lector que era español, diferente a mi lengua habitual. Y
eso se manifestó, por un lado, en las novelas juveniles que escribía
en esa época: Parecido
S. A.
y Los
dedos de Walt Disney.
Están escritas en ese neutro. En el caso de Con tinta sangre, lo
escribí casi impostando una voz para no ser argentino. Lo mandé a
un concurso de cuentos de Gijón, y por razones privadas no quería
que la gente supiera que lo firmé. Le puse Bobby Capó, que era un
cantante de boleros de aquella época. Fue un verdadero ejercicio
estilístico, más coyuntural que eso no hay. La existencia del
concurso y las quince mil pesetas que había de premio, y la
necesidad de encontrarle un perfil, impusieron el tono, la trama y
todo. Me encanta ese cuento.
En
el libro hay cuentos como Susvín,
sobre el peruano indocumentado que se ve obligado a delatar a sus
compañeros, cuyos ejes como la discriminación y la persecución
estatal vuelven a ponerse en debate en estos días. ¿Se reencuentra
al escribir con muchas de las problemáticas abordadas en el pasado?
Sí,
eso va y viene todo el tiempo. Aparecen cuestiones que no estaban
planteadas como problemas sino que estaban en el sentido común de la
época y que se resignifican como un problema. Si algún personaje de
una novela policial, por ejemplo en Arena
en los zapatos,
tiene una homofobia violenta o ejerce discriminación, está dado por
el contexto y el sentido común de los personajes. Hoy en día eso es
muy incorrecto. No es una crítica sino una muestra de cómo los
tiempos cambian. El caso de Susvín es muy lindo. La versión
original de Susvín era muy breve. Era muy al estilo de [Roberto]
Fontanarrosa: dos tipos sentados en un bar - como en El
mundo ha vivido equivocado
- en el que uno le cuenta al otro cómo va la vida, le arma el día
perfecto. El que tiene la voz cantante le explica al otro cómo van a
armar el afano de las banderitas el 9 de julio. El cuento original
era eso. Después el relato se contaminó con otra historia, en la
que aparece el personaje del peruano. Esa historia se desarrolló
sola y quedó atravesada: apareció la idea del Papa, las banderas,
su visita; y el cuento se engrosó. Tuvo su primera versión a
principios de los ochenta y una segunda ya bien avanzada en el
tiempo.
¿Y
el cambio de los usos de la lengua con el paso del tiempo se dio de
una forma natural o necesitó de un ejercicio de adaptación?
No
se contestar bien por qué. Yo en términos de publicación comencé
con una novela. En realidad, fue con los textos del Día
del arquero,
que tienen elementos narrativos. Pero supongamos que lo primero fue
Manual
de Perdedores.
Fue escrita en los setenta, con una versión refundida y publicada
como libro en los ochenta. Y tiene un arrastre de coloquialidad muy
pesado y fuerte, incluso contamina al narrador que está en tercera y
termina hablando igual a los personajes. [José Pablo] Feinmann decía
que un narrador no podía poner “un viento hinchapelota”.
Entonces, de algún modo, las novelas están muy marcadas por la
coloquialidad del momento. Me doy cuenta todo el tiempo de eso, no me
voy a hacer el Cortázar o el Bioy, que se quedaron fijados en una
temporalidad: Cortázar en el porteño de los años cuarenta y Bioy
en esa rara dicción atemporal. Por otro lado, me sentí muy cómodo
escribiendo el Dudoso Noriega, porque transcurre entre los cincuenta
y los ochenta, en un universo en el que me siento cómodo. Esa es mi
patria lingüística. Para el resto tengo que impostar o mimetizarme.
Ahora, siempre tenemos desafíos con esas cosas. Con la novela de
Hammett que va a salir el año que viene, mi idea era escribir una
novela sobre él que abarcara el último tramo de su vida: en los
años cincuenta en Nueva York. ¿Cómo se escribe eso y en
castellano? Lo que hice fue agarrar el último texto de Hammett - sus
últimas 60 páginas - y leerlas en la edición castellana de
Bruguera. Me dije que las iba a escribir en ese castellano medio: la
pasé de primera a tercera y después metí ya todas mis cosas.
Laburé con ese registro. Ahí no podía hacer otra cosa. En
determinado momento se naturaliza eso, y así como se naturaliza con
nosotros como escritores, también pasa con el lector.
Si
bien Los
Galochas
aparece presentado como una serie de mini relatos orientados a un
público juvenil, se apresta también a una lectura muy sugerente
sobre las características que hacen a la identidad argentina: la
pérdida de su propia lengua; los múltiples fracasos en sus formas
de gobierno; la exageración llevada al límite.
Es
como con los estímulos, cualquier estimulo que sea placentero
llevado al extremo se convierte en dolor. Asimismo, cualquier verdad
llevada al extremo termina en una cagada grande como una casa.
¿Pero
hay un guiño a la argentinidad?
Sí,
algo de eso hay. Es como una representación de cualquier literatura
satírica que está más cerca de la tradición de Jonathan Swift o
Voltaire que de algún tipo de literatura infantil. Pero como los
protagonistas son un grupo de indiecitos se lo vio así. Los Galochas
fue uno de los textos que más placer me dio escribir. Y hace rato
que no escribo nada de ellos, pero hace un tiempo atrás se sumaron
algunos relatos.
En
recurrentes oportunidades mencionó su gusto por volver a los
clásicos.
Sí,
soy un relector.
¿Y
qué encuentra en un texto cuando vuelve?
En
general que he leído mal. He leído desatento, ansioso, sesgado,
prejuicioso. Todo el tiempo hacemos eso. Mayormente, lo que me pasa
es que valoro más las cosas que leí con cierta ligereza: tengo más
revelaciones que decepciones cuando vuelvo a leer. Generalmente, hay
muchos más buenos escritores que lo que uno supone desde un
principio. Y todos aquellos escritores que en su momento tuvieron su
importancia y su reconocimiento fue porque algo tenían. Es decir,
había algún lugar donde funcionaban, y por las modas o por el
concepto de ese entonces se los llevó a declinar. Ellos en algún
momento merecen su oportunidad de relectura. Puede sonar estúpido,
pero he aprendido a leer con humildad. Son momentos. Al principio uno
lee para diferenciarse. Y la distancia también sirve para mí mismo.
A veces agarro una novela como La
lucha continúa
– una novela ilegible que si la soltás tenés que empezarla desde
el principio – y la leo como si fuera de otro. Y de alguna manera
uno es otro. Eso es bárbaro.
Andrés
Rivera decía que el escritor sabe cuál es el principio y el final
de una historia, pero no el resto, ya que en el campo de la escritura
se modifican intenciones, reflexiones y buena parte de la
imaginación. ¿Cuál es su relación con la escritura?
Hay
dos cuestiones: por un lado, la materialidad de la escritura y el uso
del lenguaje; y por otra, la ficción y la construcción argumental.
Respecto a lo argumental, a qué contar, lo que me pasa – que no es
ninguna receta – es que parto de situaciones. Incluso a veces están
generadas por una frase: por ahí tengo un título y de ahí genero
una situación o un clima, y busco lo que hay detrás. De ahí
empiezo a escribir y veo hasta dónde va a parar. Eso me suele
suceder mucho. Es lindo como disparador y resultado. La escritura
tiene una tensión muy buena, busca dónde ir. Por otro lado, están
los problemas que tiene un escritor realista, un narrador
convencional: que ubica una historia, un final; y encima que escribe
policiales y debe cerrar todo: si matás a uno tenés que decir quién
lo mató, aunque ni vos lo sepas. Soy lineal para escribir, empiezo
desde un principio. No tengo un esquema: lamentablemente para mi
trabajo no es así. Acaso porque la primera novela que escribí fue a
través de un folletín. Y sé que no es la mejor manera ni la única.
Mi mujer, que es una guionista extraordinaria, Liliana Escliar, no se
pone a escribir hasta que tiene todo armado. Y después escribe, no
rellena.
Tanto
en el cuento Yotivenko
como en Isaías
el malentendido
hay un contexto que marca los hilos de la trama: un tiempo, una
historia, una situación política como puede ser la Guerra Fría o
el derrotero peronista y sus años de proscripción. ¿Ese uso de los
hechos que implica jugar con la memoria y la duda histórica del
lector encuentra su correlato en Felisberto Hernández?
Es
una buena filiación, pero en realidad es más borgeana. Felisberto
fue uno de los grandes narradores que tuvimos, pero me llegó
después. Lo primero que leí de él fue En
los tiempos de Clemente Coling,
que me lo encontré en una librería de la calle Florida en su
primera edición del año 41’, con la lista de los tipos que habían
puesto la guita para el libro. Respecto al entrevero con la historia,
está todo el tiempo. Esos dos cuentos tienen orígenes diferentes.
En el caso de Yotivenko su origen está en la palabra: “conventillo”
al revés en el lunfardo, que suena como apellido ruso o ucraniano.
De ahí las asociaciones: Yotivenko es el boquense del conventillo,
un jugador ruso de Boca. ¿Cuándo podía haber estado? La única vez
que vinieron los rusos acá; después viene la época de [Arturo]
Frondizi, y ahí está todo.
Pero
ahí hay una carnada: si nos ponemos a pensar que una vez jugó un
japonés en Boca, es lógico creer que pudo haber habido un ruso.
Si,
como no. Muchos creen que es cierto. Me encanta jugar con eso. Ni
hablar el caso de Isaías. Hay un desequilibrio de fondo y forma, en
el sentido de que el material narrativo es excesivo: la peripecia, la
cantidad de personajes, el tempo narrado. Eso me pasó en Los
sentidos del agua también. Hay una saturación de información y
peripecia. Son novelas un poco torrenciales.
Uno
ve que en su escritura ha sabido conjugar los saberes más académicos
de la escritura con las vicisitudes que se hallan dentro de la
cultura popular, como si mediara entre Borges y Fontanarrosa. ¿Se
ubica en ese punto de encuentro?
Me
guío por mi experiencia como lector. Y en esa experiencia supongo
que tengo un paladar muy amplio que me permite darme todos los
gustos. He disfrutado y sigo disfrutando de un espectro muy grande de
registros narrativos o poéticos. Puedo leer a Ezra Pound y a
Celedonio Flores y disfrutarlos. Hay que hacerle caso a la sed, como
dice la propaganda. Hay algo ahí que está bien, más allá de las
modas y los niveles de calidad y complejidad. No para ser gansos y
creer que es lo mismo un valsecito y una ópera, pero hay valses bien
hechos y otros no. Lo mismo con las óperas, hay algunas hermosas y
otras que son una garcada. Cualquier forma o género artístico de
por sí puede llegar a ser portador de la belleza. Y eso puede ser
una obra menor en su elaboración o tener determinada complejidad.
¿En
qué radica su admiración por Dashiell Hammett?
Es
un gran escritor. La
Llave de cristal
es una novela de la san puta. En Hammett hallás en su itinerario el
encuentro de una forma a partir de la práctica, y no el desarrollo
de una fórmula bajada. Él va encontrando una fórmula a partir de
la publicación. No es como con [Rodolfo] Walsh y tantos otros en
donde está separado el trabajo material – escribir para vivir –
de lo estrictamente literario. En él es inseparable la forma de su
obra a la experiencia de escritura. Eso es todo trabajo. Aunque en
algún momento queda claro que hay un tironeo entre ser escritor y
ganar guita, él va encontrando rápidamente ser las dos cosas.
Consigue hacer algo con lo cual le pagan bien en tanto y cuando
encuentra una forma efectiva que funciona y le sirve. Eso lo hace
crecer como escritor. Él solía mandar dos colaboraciones: una a la
revista literaria que hacia [H. L.] Mencken llamada The
Smart Set,
que era una revista que publicaba a los grandes de la época como
Scott FitzGerald. Allí consiguió meter colaboraciones. Pero también
mandaba a la otra revista de Mencken, que subvencionaba a la revista
literaria, que era Black
Mask:
un magazine de historias de cowboys que luego derivó en relatos
estrictamente policiales. Y siempre era bueno lo que publicaba. Allí
fue encontrando su estilo. A [Raymond] Chandler le pasó lo mismo: él
era inglés - al menos de alma - y pretendía ser un escritor
académico. Pero nunca pasó nada y se tuvo que dedicar a ganar
guita. Cuando vio que estaba en la lona, luego de ser empresario
petrolero, empezó a comprar revistas y a copiar el estilo. Así
devino en un escritor comercial, consciente de que lo estaba haciendo
por la plata. Y ahí está el mejor Chandler, no lo anterior que es
horrible.
¿Fue
acaso la literatura gauchesca el primer esbozo del policial
argentino?
No
sé si policial. La gauchesca es un instrumento extraordinario. Y en
algunos de sus derivados: la de prosa, novelesca, como el caso de
Juan
Moreira de
[Eduardo] Gutiérrez, está el germen de un género literario: una
mezcla de western. La historia de Moreira es igual a la de Billy The
Kid. Si uno ve los folletos originales de los años ochenta, años
después de la muerte de Billy o la crónica escrita por Pat Garret,
y ve las ilustraciones del prontuario policial de Moreira, se da
cuenta de que el episodio de éste amasijando a Sardetti en la
pulpería muestra dibujos idénticos: los mismos tipos, el piso de
tierra, las cuatro botellas; una realidad muy pobre. Ahí nació el
western, que no tiene nada que ver con la realidad histórica, sino
que es una construcción mitológica. En nuestro caso queda el
documento policial, el folletín. De alguna manera, esa literatura
producida por Gutiérrez no tiene sucesores. Si hablamos de
mitologías, el tango es el mejor creador de ellas: creó un arrabal.
Borges lo vio bien a eso. El tango miente, y muy bien. Inventó
mínimo seis o siete arquetipos hermosísimos. Ese sí que es un
género muy creativo. Hay que leer el poema Tango
de Borges que es muy lindo y habla de eso. Él era tan sabio y
perspicaz que intuyó que ahí había algo.
En
los relatos como Picado
Grueso
o The
Cleveland Rush
se da cuenta de un tipo de futbol muy de potrero, de barrio, de
gambeta. Sin embargo, ¿la tecnología aplicada en el juego, la
automatización del atleta y la pérdida del azar no cortan acaso el
hilo poético que nutría a la literatura?
Puede
ser, hasta que aparezcan hermosos textos que hablen sobre este
futbol. Nunca lo podremos saber. Lo que sabemos por nuestra
experiencia de haber jugado, como espectadores o hinchas, y ahora
espectadores por televisión - como dijo Diego Capusotto: que se
metan el futbol en el orto, no vamos a poner 300 mangos -, es que el
futbol que hemos conocido y amamos, ese juego tan hermoso y complejo
y azaroso, lo mejor que tiene pasa adentro de la cancha. Es al menos
lo que a mí me interesa: el juego. Por eso, más allá de que hoy en
día desde el perímetro de la cancha se pretenda, con mayor o menor
fortuna o inteligencia, disminuir el porcentaje de azar y creatividad
personal en función de una planificación, o soslayar las variables
verdaderas por estadísticas – las pelotudeces de los pases y el
tiempo corrido –, no impide que lo que siga existiendo en el futbol
es la imprevisibilidad. Además, en el futbol lo que mejor puede dar
cuenta de lo que pasa es un relato, no es la estadística ni una
cuenta. Ahora, ¿qué tipo de relato es un partido de futbol? ¿Qué
tipo de cuento es? ¿A qué género pertenece? A uno puede parecerle
una comedia, a otro épico, o terminar siendo un grotesco. Es
extraordinario. Toda la tendencia hoy en día, donde se busca un
resultado previsible para poder vender, tiende a controlar todas esas
variables; y el juego sobrevive eso.
Hay
un video que circula de Ángel Cappa en un debate con periodistas
españoles, allí él defiende el “buen juego” como forma de
obligar al mercado y a los medios a interesarse de nuevo por el
futbol y dejar de lado lo periférico.
Exacto.
Aparte Angelito hace una distinción entre jugar a la pelota y jugar
al futbol. Lo hemos escrito varias veces. En particular, de un
ejemplar tan singular y maravilloso como es Lionel Messi. En la
Argentina - nuestra tradición - siempre aprendimos primero a jugar a
la pelota. Es anterior al juego, a jugar en equipo. La primera
relación que está en la base es la relación de uno con la pelota:
dominarla, hacer lo que uno quiere que haga, que no te la quiten: la
posesión primera. La solidaridad es un concepto muy posterior, que
tiene que ver con la idea del equipo, del futbol. Siempre uso un
ejemplo de cómo aprendimos nosotros a jugar al futbol de chicos y
cómo lo hicieron en otras latitudes; me lo contó Horacio del Prado.
Él estaba siguiendo a la selección argentina en Londres: habían
ido a jugar allá en la década del setenta, y él se había quedado
mirando en los jardines cómo un adulto jugaba con los chicos: el
papá tiraba un centro desde la esquina y los chicos saltaban y
cabeceaban. Era el futbol inglés de ese entonces. Nosotros, en
cambio, aprendimos con un papá que nos mostraba la pelota bajo la
suela, te ponía el culo y la escondía. Una vez que la tenías, la
tenías que cuidar. De ahí viene el concepto de la gambeta como
último recurso: no se puede enseñar a gambetear, es intuitivo.
Entonces, los grandes jugadores de pelota, no todos, se convierten en
grandes jugadores de futbol.
En
ese sentido, ¿fue Juan Román Riquelme un gran jugador de pelota?
Las
dos cosas, claro. No todos han sido grandes jugadores de futbol, a
veces no han pasado de ser grandes intuitivos sin una dimensión. En
el caso de Messi es muy hermoso, él aprendió a jugar a la pelota
acá y aprendió a jugar al futbol en Barcelona. Si se hubiera
quedado acá, no hubiera sido Messi, al menos no en la dimensión que
lo es hoy. Escribí un texto que se llamó “Messi y los dos
linajes”, parodiando a Ricardo Piglia hablando de Borges. Hoy en
día, sin ser apocalípticos, podemos describir lo que pasa: los
chicos juegan cada vez menos a la pelota. Van a la escuela de futbol:
una garcha. Encima lo lleva la mamá los sábados, lo despierta:
¡Tenés que ir! Por eso, como en el boxeo, los jugadores provienen
mayormente de los sectores más bajos. Los grandes jugadores no salen
de una escuelita de futbol, salen de los potreros y el hambre. Son
las ganas de trascender, y está muy bien que así sea.
Si
bien no se define como periodista en sentido estricto, su experiencia
en los medios a lo largo de distintos periodos históricos le permite
tener una mirada amplia y compleja. ¿Cree que el cierre de medios y
el despido de periodistas críticos pone en crisis al sector y
debilita la libertad de prensa?
Todas
las afirmaciones son verdades parciales. Lo que podríamos describir
hoy en día es un grado de concentración inédito.
¿Inédito?
Sí,
es uno de los aspectos más perversos de la globalización que
evidentemente es inevitable, y es lo que hay. Lo más perverso es la
concentración y el grado de ostentación casi jactanciosa e impúdica
de poder. Es el poder de construir una realidad ficticia a cara
descubierta; imponerla como una pantalla interpuesta ante la
evidencia. Vivimos en un mundo de pantalla en un doble sentido:
porque cubre, y como espacio de filtro donde la supuesta realidad se
manifiesta. ¿Alguna vez hemos tenido una experiencia de la realidad
tal cual es? Posiblemente no. Siempre son versiones. Pero hoy en día
pareciera, y va a seguir siendo así, que la capacidad de construir
verdades virtuales es inédita. Y la capacidad persuasiva también.
Nuestras mentes han dejado de percibir de una manera y empiezan a
percibir de otra.
Respecto
al rol de la cultura en estos tiempos, hace unos meses Horacio
Gonzales dio una nota a El País y allí se expresó sorprendido de
cómo ciertos sectores populares otrora peronistas apoyaron a este
gobierno.
Si
lo hemos vivido como sorpresa es porque hemos percibido mal la
realidad. [Juan Domingo] Perón se suele citar cada vez menos.
Algunos aún lo citan porque era un hombre inteligente. Era
perspicaz. Él decía una trivialidad: la única verdad es la
realidad. Y pareciera que ha costado asimilar la “verdad” de la
“realidad” del comportamiento electoral de los argentinos. No es
una sorpresa. Además, en este momento hay un sentido común a nivel
universal que es coincidente. Una de las maneras de tener una
aproximación más o menos precisa para no ser sorprendido - sí
dolido, pero es lo que hay - en la democracia moderna y los medios,
es indagar en los espacios donde las personas se manifiestan con
absoluta espontaneidad: cuando se vota y en las redes sociales. Son
espacios de anonimato. No hace falta ser psicólogo para darse
cuenta. Ahí hay suficientes coincidencias como para darse cuenta de
lo que pasó. Ahora, ¿por qué razones la mayoría de los argentinos
tienen estas opiniones y admiten estas cosas? Es un fenómeno
bastante más complejo. Las formas sociales actuales permiten estos
comportamientos y les dan visibilidad. Uno dice: ¿Cómo pudo pasar
el Holocausto? ¿Cómo pasó la dictadura? Pasa, somos así. Y a
veces, cada tanto, hacemos las cosas mejor.
Y
teniendo en cuenta esta situación, ¿por qué decide seguir
escribiendo?
Porque
me gusta escribir, también leer. Ahora dejé de escribir en diarios.
Dejé de trabajar en Página/12, que me venía muy bien porque tenía
obligación de escribir los lunes. Pero ya me jubilé hace un año y
medio. Estaba cansado y escribiendo mucho desde la bronca. No podía
ser que cada vez que escribiera fuera un acto catártico. Lo puedo
putear a [Mauricio] Macri una vez, dos veces, pero ya está. No
necesito decir todos los días que estoy en contra. En términos de
escritura, hay una psicopateada que bien señala Walsh en la Cartas
de un joven poeta de
[Rainer Maria] Rilke que dice: No puedo vivir sin escribir. ¡Anda a
la concha de tu madre! Yo puedo vivir sin escribir, y mucha gente
también. No lo desmiento a Rilke. Solo digo que no siento lo que él
sentía, y quizás no habla bien de mí eso. No soy de aquellos que
consideran la acción literaria como una manifestación existencial
de excelencia personal. No me va por ahí. Escribo y leo porque me
gusta. Siento que lo hago bien. Y a todos nos gusta hacer las cosas
que los demás ven bien en nosotros.
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